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¿Es terrorismo la violencia criminal en México?

 

Por José Antonio Tello Carrasco

 

La etnógrafa Carolyn Nordstrom define las «sombras» como redes transnacionales de bienes, servicios y gente que operan fuera de los canales formales del Estado y de las leyes internacionales.Estas redes adquieren cada vez mayor relevancia en los mercados globales, y en algunos países prácticamente han sobrepasado a las instituciones formales. La violencia funge como una mercancía elemental en dichas redes y afecta profundamente a individuos, familias, sociedades y gobiernos. Comúnmente el análisis de esta problemática se enmarca en los ámbitos de la economía y de la aplicación de la ley; sin embargo, resulta necesario sopesar sus implicaciones morales. Es decir, reflexionar sobre por qué algunas acciones que consideramos intuitivamente como males, tales como la traición, el asesinato o la crueldad,[i] pueden ser absolutamente injustificables. Examinar el terrorismo como un tipo de violencia particular puede resultar de gran relevancia para desmenuzar estas cuestiones. 

 

En la última década se multiplicó el número de organizaciones criminales existentes en México, las cuales han diversificado sus «líneas de negocio», recurriendo, muchas de ellas, a la violencia en formas brutales. Aunque el narcotráfico representa la principal industria ilegal en ese país, no hay que perder de vista la dimensión que han tomado la trata y el tráfico de personas, el tráfico de órganos humanos y de armas, así como el secuestro y la extorsión, entre otras graves actividades. El Estado decidió combatir frontalmente a las organizaciones criminales «sacando al ejército a las calles». El gobierno del presidente Felipe Calderón (2006-2012) justificó el inicio de una «guerra contra las drogas», dando un sentido de máxima urgencia a recuperar la autoridad cedida por el Estado frente a los cárteles en muchas regiones del país. El Gobierno actual, del presidente Enrique Peña, ha intentado tomar distancia de la narrativa bélica, cambiándola por la promesa de «pacificar a México», pero manteniendo al Ejército y a la Marina en un estado de guerra contra los grupos criminales, en un contexto aún de instituciones policiales débiles yuna justicia deficiente.

 

Las organizaciones criminales han sido objeto creciente de estudio. Cada vez se conoce más sobre sus estructuras y su modus operandi. Existen importantes crónicas y trabajos académicos que exponen las transformaciones de los cárteles tradicionales y el fortalecimiento de nuevos grupos. Asimismo se conocen cada vez mejor los entramados de sus disputas y sus ubicaciones geográficas. Sin embargo, para tener mayor conciencia sobre la gravedad y la complejidad de la violencia en ese país, hace falta estudiar esta desde otras perspectivas. En este sentido, no es un objetivo de este texto repetir la narrativa predominante, por lo que no serán mencionados los nombres, historias y atributos de las organizaciones y los personajes criminales. En contraste, lo que se busca es explorar el tipo de actos violentos que ocurren en México «a manos» del crimen organizado, independientemente de los agentes específicos que los cometen. Con este fin, señalaré seis eventos que sucedieron entre el 2008 y el 2012, como una minúscula muestra de esa violencia. Se trata de episodios reales y bien documentados, aunque con diversas interpretaciones (no están presentados en ningún orden particular):

 

-       «San Fernando». Cerca de 200 inmigrantes provenientes de Centroamérica que intentaban llegar a Estados Unidos fueron secuestrados, torturados y asesinados porque, aparentemente, se negaron a trabajar para los criminales.

-       «Morelia». Se arrojaron dos granadas a una muchedumbre que asistía a la celebración del Día de la Independencia en el Zócalo de la ciudad. Murieron ocho personas.

-       «Casino». Los criminales incendiaron un casino porque, al parecer, el propietario se negó a pagar una cuota de extorsión. Como consecuencia del ataque murieron 52 personas que se encontraban jugando o trabajando en el lugar.

-       «Salvarcar». Varios hombres dispararon contra un grupo de estudiantes que se encontraba en una fiesta. Quince personas murieron y muchas otras resultaron heridas.

-       «Ciudad Juárez». Un carro bomba mató a tres ciudadanos y a un policía.

-       «Matamoros». 23 personas aparecieron asesinadas: nueve colgaban de un paso elevado en una autopista; las 14 restantes habían sido decapitadas y sus cabezas abandonadas frente al palacio municipal.    

 

Existe la tendencia a concebir a los terroristas como miembros de una religión malvada o a creer que el terrorismo es una ideología perversa. Se ha utilizado también el término «narcoterrorismo», pero la referencia únicamente a los narcóticos resulta engañosa. Ante un concepto tan complejo, las perspectivas filosóficas han tratado de esclarecer qué tipo de violencia es el terrorismo, ofreciendo fundamentos más objetivos frente a las informaciones erróneas y la manipulación que existe alrededor del tema. El filósofo Igor Primoratz define el terrorismo como una intimidación coercitiva consistente en el «uso deliberado de la violencia o de la amenaza de violencia contra gente inocente, con el ánimo de intimidar a otras personas para que emprendan un curso de acción que de otra forma no emprenderían» (2013, p. 24).

 

Por otra parte, el filósofo Samuel Scheffler señala que «los terroristas buscan matar o lesionar a un grupo más o menos aleatorio de ciudadanos o no combatientes, y al hacerlo buscan generar miedo entre un grupo aún mayor, esperando que este miedo a su vez erosione o amenace con erosionar la calidad o estabilidad de un orden social existente» (2006, p. 5). De acuerdo con Primoratz, el terrorismo es el tipo de violencia más temible, mientras que Scheffler recuerda que en el estado de naturaleza hobbesiano el miedo es el peor de todos los inconvenientes. Ambas definiciones comparten la importancia del miedo y la intimidación, así como la distinción moral fundamental entre matar o herir a inocentes (o «no combatientes») frente a asesinar o lesionar a aquellos que pueden ser sujetos legítimos de la violencia, aspecto que vincula el terrorismo con la doctrina de la «guerra justa», tema que será abordado aquí posteriormente.

 

Los seis episodios de violencia presentados resultan lo suficientemente temibles como para ubicarlos, en primera instancia, dentro de estas dos definiciones. Un interrogante pertinente que surge en este punto es si la violencia terrorista ha sido usada sistemáticamente por las organizaciones criminales en México. De manera general, dicha violencia no parece representar únicamente casos aislados sino que más bien desempeña una función importante en la operación de las redes «sombra». Es posible, como es la creencia general, que ciertos grupos criminales (en particular uno de ellos) sean más violentos que otros. Sin embargo, dado que la violencia es un insumo fundamental dentro de un sistema, existe un mercado creciente para esta, con diferentes ejecutores (existe también una cultura que crece en torno a la violencia). El lugar prominente que ocupa la violencia no solo explica que se emplee cada vez más, sino que implica la posibilidad latente de que varios actores criminales recurran a ella.

 

Adicionalmente, la perspectiva de Scheffler hace referencia a la relación entre la violencia criminal y la calidad y la estabilidad del orden sociopolítico. Se trata de un aspecto de gran complejidad en el contexto de México, en donde existen múltiples regiones con diferentes condiciones sociales y políticas. Este último elemento de la definición de Scheffler toca el punto más controversial de la relación entre terrorismo y crimen, ya que se refiere a las motivaciones políticas de la violencia terrorista. Aquí se debe tener muy en cuenta que una definición de terrorismo tan amplia como la de Primoratz no solo abarca el terrorismo que busca explícitamente derrocar a un régimen político para instaurar otro, sino que también da cabida a estrategias o actos de violencia terrorista no políticos propiamente, incluidos los derivados de las motivaciones religiosas o criminales. De tal forma que la mención de Scheffler sobre la posible afectación del orden político como consecuencia de la actividad terrorista provoca una reflexión sobre las formas en que el crimen organizado erosiona o puede erosionar el orden político: ¿se constituye entonces la violencia criminal en una forma de violencia política?

 

La violencia criminal en México no ha estado encaminada a minar las estructuras políticas per se, sino que es un recurso para, por ejemplo, disputar y controlar las rutas de transporte y los mercados ilegales locales, así como para intimidar, coaccionar o castigar a individuos que pueden encontrarse dentro o fuera de las organizaciones criminales. Todo ello como medio para alcanzar sus objetivos: predominantemente la generación de ganancias económicas (aunque también habría que considerar otros valores, como reconocimiento, libertad, estatus y poder personal, lo que no se diferencia de la lógica de los mercados formales). Aunque la racionalidad económica tiene un peso indudable para entender el uso de la violencia criminal, no habría que perder de vista otros aspectos sociales y culturales que son estudiados desde disciplinas como la antropología o la etnografía.[ii]

 

Aunque generalmente la violencia criminal en México no ha tenido como meta principal erosionar el orden social y político, produce consecuencias en ese orden y lo amenaza. Prueba de ello son los episodios reales expuestos antes, los cuales demuestran que ese tipo de violencia lastima el orden social y produce sufrimientos incalculables. Además, el estado de guerra que mantiene el Estado contra el crimen organizado, el sometimiento de autoridades legales por parte de los criminales o la integración de grupos civiles de autodefensa a los cuerpos policiacos,[iii] entre otros fenómenos, representan también modificaciones de trascendencia sobre el régimen político. Es pertinente recordar nuevamente a Carolyn Nordstrom, quien al referirse a las redes «sombra» comenta que «son fundamentales para la guerra y, en profunda ironía, son centrales para los procesos de desarrollo, para bien o para mal» (2004, p.11).

 

Resulta interesante sumar al debate una dimensión adicional respecto a la relación entre actividades criminales y fines políticos, la cual implica una importante paradoja a la que se refiere el teórico social David Beetham: «El crimen organizado no busca cambiar la ley sino mantenerla en su lugar con miras a beneficiarse de su continua violación. En este sentido, es un parásito de las mismas leyes que busca evadir» (2003, p. xii). Esto implicaría, al menos teóricamente, bajo una especie de sentido de supervivencia, que existirían límites a la destrucción de las instituciones por parte de la violencia criminal. Pero aún más importante, da cuenta de la profunda convivencia entre las instituciones formales y las redes «sombra». En este sentido, es posible hablar no solo de los efectos de la actividad criminal sobre el régimen social y político, sino también en sentido contrario, sobre el deterioro político y social como una causa de la expansión del crimen organizado. Es decir, la pobreza, la falta de empleos y de educación, así como las debilidades institucionales y la corrupción, a la par con las tendencias internacionales (por ejemplo, los mercados estadounidenses y mundiales de drogas, armas y tecnología), entre otros elementos, definen la calidad del orden social y el poder relativo del crimen organizado.

 

En última instancia, ¿qué significa el «orden social» para los millones de personas que viven en la pobreza o para los miles de jóvenes que se suman a las organizaciones criminales (y a las estadísticas de homicidios en el país)? No se trata únicamente de una pregunta retórica, ya que la diferencia entre legalidad e ilegalidad no representa gran cosa en la vida cotidiana de millones de personas, mientras que la prevalencia de las normas ilegales crea órdenes sociales paralelos. Incluso se debe considerar el papel que en el equilibrio social juegan algunos grupos que desempeñan actividades criminales, como por ejemplo para resolver disputas entre particulares e impartir justicia, de alguna manera, en territorios donde la acción del Estado es tenue o inexistente.[iv] La inequidad social también determina los blancos de la violencia empleada por los grupos criminales mexicanos. Aunque las tácticas de dichos grupos tocan de alguna manera a toda la sociedad mexicana, no cabe duda de que la pobreza y la falta de oportunidades de desarrollo generalmente incrementan el riesgo de sufrir y experimentar la violencia terrorista en México. No sorprende, entonces, que el ejemplo de lo ocurrido en San Fernando muestre que los efectos de tal violencia alcanzan incluso a individuos de otras nacionalidades, en este caso migrantes, quienes se ubican dentro de los grupos sociales más vulnerables. En todo caso deberíamos reconocer la integridad moral de los migrantes asesinados, quienes se negaron a convertirse en esclavos y agentes activos de los criminales que los secuestraron, aun a costa de su vida.

 

En el contexto mexicano, la mayoría de las hipótesis señalan que se asesina a inocentes (o a personas que no están involucradas con los grupos criminales) como una táctica para inducir al ejército y a la policía federal a concentrar más efectivos en donde ocurren los ataques, con miras a afectar a grupos rivales. Asimismo, en episodios como el de «Matamoros», donde todos los asesinados eran probablemente miembros activos de los grupos criminales, dependiendo del peso que haya tenido la intención deliberada de atemorizar a la población, ese tipo de ataques contarían también como una instancia de terrorismo.

 

Antes de continuar con el análisis de las víctimas de la violencia criminal daré una visión panorámica sobre la doctrina de la guerra justa. Se denomina así a una teoría que se ha construido a lo largo de la historia para reflexionar sobre la ética de la guerra.[v] Esta teoría se compone de dos principios esenciales, el jus ad bellum (jab), que se refiere a las consideraciones morales en torno a iniciar o participar en una guerra, y el jus in bello (jib), que se ocupa de la relevancia moral de las formas mediante las que se combate, una vez que se está dentro de una guerra. Este marco conceptual ha sido utilizado por filósofos como C. A. J. Coady para pensar no solo sobre las implicaciones morales de la guerra (que estrictamente solo ocurre entre naciones), sino de la violencia política, que incluye otras actividades como el terrorismo o las revoluciones armadas. Cabe señalar también que esta doctrina es restrictiva, es decir, se asume que la guerra y la violencia política deben ser evitadas a toda costa. Como lo señala el propio Coady: «la teoría de la guerra justa está básicamente ahí para decirnos que no nos involucremos en la guerra a menos que ciertas condiciones difíciles de satisfacer se hayan reunido» (2008, p. 16).

 

Ahora bien, reconocer que en México existe una situación de guerra abre interrogantes sobre la posibilidad de distinguir entre combatientes y no combatientes. Como ya se mencionó, la violencia contra inocentes o no combatientes es un determinante fundamental para definir el terrorismo y determina su gravedad moral: la inmunidad de los no combatientes está en el núcleo del principio jib. En el contexto de México la distinción entre los blancos legítimos y los ilegítimos de la violencia dista mucho de ser obvia. Según cálculos conservadores, los homicidios relacionados con el narcotráfico podrían llegar a los cien mil en los próximos años (no hay un conteo similar de los heridos o los daños a la propiedad). Suele existir consenso respecto a que una cifra tan atroz responde mayoritariamente a bajas resultantes de confrontaciones entre los miembros de las bandas criminales o «combatientes ilegales», en palabras de Primoratz, pero cabe preguntar sobre las modalidades en que participan estas personas en dichas confrontaciones o sobre cuántos han sido clasificados como «combatientes ilegales» según la forma en que fueron asesinados. Debería existir una mayor preocupación sobre el grado de responsabilidad de una cantidad tan enorme de personas para ser asesinadas, lesionadas o amenazadas y coaccionadas.

 

Habría que pensar también sobre las opciones que tiene cierta gente frente a la participación en las redes ilegales o los conflictos violentos. En un contexto en el que las actividades legales e ilegales están profundamente amalgamadas, el crimen organizado es poderoso, el Estado, débil, y el desarrollo socioeconómico, muy limitado, no quedan muchas alternativas. Si se analiza ahora la posición del Estado, que en su momento declaró «la guerra contra las drogas», elevando con ello las disputas violentas entre grupos criminales y entre estos y el ejército, evidentemente no se satisface el principio jab: se ha cuestionado si recurrir a la «guerra» era el último recurso para controlar a los cárteles de la droga o si existen realmente posibilidades razonables de éxito para continuar con esta estrategia. Este estado de guerra representa una zona gris en las políticas tradicionales de aplicación de la ley, por un lado, y de guerra, por otro. Hasta cierto punto es comparable con la «guerra contra el terror» de Estados Unidos, al constituir un «abordaje híbrido de guerra y ley», como ha sido llamado por Primoratz. Existe además una complicación adicional en cuanto a que no se tiene un enemigo único sino un conjunto de grupos criminales, sin mencionar lo absurdo de declarar a las drogas como el enemigo.

 

Contrario al problemático abordaje teorético sobre las luchas injustas entre criminales, el Estado tiene la clara responsabilidad de justificar el uso de la violencia. Si bien los asesinatos (o bajas) no han estado generados principalmente por las fuerzas estatales, aquellas personas que en cierta medida son forzadas para participar en los enfrentamientos violentos contra el Estado deben representar una seria preocupación en la estrategia de seguridad interna. Este tiene la obligación no solo de evitar asesinar o lesionar a blancos inocentes, sino también de tomar en cuenta que puede haber personas que están siendo forzadas al conflicto y, según Coady, debe tratar de encontrar formas de eliminar la actividad peligrosa sin eliminar a los individuos forzados.

 

Por último, el Estado debe evitar combatir el terrorismo con terrorismo. Las definiciones de terrorismo analizadas aquí son neutrales en términos políticos, lo que implica que el Estado puede ser también un agente de la violencia terrorista, lo cual resulta moralmente peor que el terrorismo no estatal y afortunadamente no es una situación que ocurra en México. Antes de concluir, es necesario advertir sobre la importancia de abstenerse de usar indebidamente el término terrorismo. Las falsas advertencias para sacar provecho político del temor, de acuerdo al filósofo Robert Goodin, representan una ofensa moral idéntica a la violencia terrorista.

 

Se ha intentado, a través de estas páginas, fomentar un debate casi inexistente sobre la gravedad de un tipo de violencia que utiliza el crimen en México. Se han presentado razones suficientes para aceptar que esta violencia criminal es una forma de terrorismo, moralmente hablando. Esta violencia es absolutamente injustificable porque el crimen organizado atemoriza a amplios grupos de la sociedad, sus tácticas han ido dirigidas a personas inocentes y a sus bienes, y sigue motivaciones políticas como una estrategia para garantizar la continuidad de la operación de los mercados de drogas y otros mercados ilegales, lo que afecta profundamente el orden social y político en este país. Finalmente, sus motivaciones económicas junto con el hecho de que la mayoría de las víctimas se encuentran en desventaja (de fuerza, social, económica, cultural, etc.) distinguen, en México, al terrorismo criminal de otras formas de terrorismo. Finalmente, no se busca señalar con el dedo a los «malos» en esta terrible problemática, sino comprender de mejor forma lo que intuitivamente parece inadmisible y también sacudir la indolencia e indiferencia que, quizá por la complejidad que representa el tema, crecen junto con la propia violencia.

 

 

José Antonio Tello Carrasco es un consultor independiente mexicano que aspira a ayudar a otros a afrontar problemas complejos a través del pensamiento creativo y las acciones útiles. Politólogo con dos maestrías: en Desarrollo Social por el Instituto de Estudios Sociales de La Haya (Holanda) y en Políticas Públicas por la Universidad de Melbourne. Anteriormente colaboró durante más de diez años en distintas áreas del sector público mexicano.

 

 



[i]Dice el filósofo Raymond Gaita que no existe una forma clara de delinear la antigua distinción entre ética y moral. Sin embargo, señala que ha sido útil para él «pensar en lo ético como un reino de valor que incluye la moralidad y otros valores. Algunos de los cuales podrían entrar en conflicto con la moralidad. La traición, el asesinato y la crueldad, por ejemplo, son males morales» (Gaita, 2011, p. 47). 

[ii]Ver, por ejemplo, Mendoza 2008.

[iii]Esto ha ocurrido principalmente en Michoacán, uno de los estados de la República Mexicana. También en ese estado algunos cárteles aseguran que buscan proteger a los ciudadanos de otras bandas de delincuentes. Aún más, han afirmado seguir un estricto código de ética que regula el reclutamiento y la conducta de sus miembros.

[iv]No se menciona esto para hacer una apología sobre el crimen organizado, sino para plantear un entendimiento objetivo de estos problemas.

[v]Coady utiliza la siguiente frase de Thomas Hobbes como punto de partida de sus reflexiones al respecto: «Ahí donde no hay poder común, no hay ley: donde no hay ley, no hay injusticia. La fuerza y el fraude son en la guerra las dos virtudes cardinales».

 

Bibliografía

Beetham, D. (2003): «Foreword», en F. Allum & R. Siebert (eds.), Organized Crime and the Challenge to Democracy, London: Routledge. 

Coady, C.A.J. (2008): Morality and Political Violence, Cambridge University Press.

Gaita, R. (2011): After Romulus, Melbourne: Text Publishing.

Goodin, R. (2006): What’s Wrong With Terrorism, Cambridge: Polity Press.

Mendoza Rockwell, N. (2008): Conversaciones en el desierto: cultura, moral y tráfico de drogas, México: cide.

Nordstrom, C. (2004): Shadows of war, Violence, Power, and International Profiteering in the Twenty-First Century, Berkeley: University of California Press.

Primoratz, I. (2013): Terrorism: A Philosophical Investigation, Cambridge: Polity Press. 

Scheffler, S. (2006): «Is Terrorism Morally Distinctive?», Journal of Political Philosophy, vol. 14 (1), pp. 1-17.

 

 

 
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