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Leila Guerriero en Santo Domingo

 

Por Frank Báez

 

El primer perfil que Leila Guerriero hizo sola fue el de Pedro Henríquez Ureña y es toda una obra maestra. Tanta es mi fascinación con ese texto que a pesar de que apareció hace más de diez años en la agencia literaria virtual Librusa, dirigida por el dominicano José Carvajal, y que fue uno de los perfiles que conformarían su libro Plano americano, le pedí permiso a Leila para publicarlo en la revista Global. «El extranjero», que es como se titula el texto, apareció en el número 54 de la revista junto a otros textos relacionados con la nueva edición de las obras completas de Pedro Henríquez Ureña. Fue muy leído debido a la influencia de Mario Vargas Llosa, quien escribió en su columna del periódico El País una elogiosa reseña de Plano americano, resaltando el hecho de que había encontrado el libro entre un montón de novedades que le dejaron en su apartamento, que lo había abierto en el índice y al toparse con el texto sobre el humanista dominicano decidió leerlo porque siempre lo había admirado. El perfil le gustó tanto que terminó leyendo el libro completo. La reseña resultó ser un espaldarazo merecido al trabajo de Leila que, en palabras del Nobel peruano, se caracteriza por ser riguroso, exhaustivo y preciso.

 

Se podría decir que sirvió para visibilizar más una autora que ya se encontraba en todas partes. Quienes no estén familiarizados con ella  pueden buscar la columna que lleva en El País de España y leer sus reportajes, que suelen aparecer en el suplemento Babelia de dicho periódico, así como en revistas como Gatopardo, Malpensante y Arcadia. También pueden adquirir los libros que han surgido de su labor como editora y de los que recomiendo encarecidamente los que ha estado publicando laudp de Chile. Galardonada con el Premio Fundación Nuevo Periodismo por su artículo «Rastro en los huesos, crónica de la dictadura argentina» y con el Premio Kones 2014, ha publicado a la fecha cuatro libros: Los suicidas del fin del mundo crónica de un pueblo patagónico, Frutos extraños, Plano americano y Una historia sencilla. Este último, publicado el año pasado por la editorial Anagrama, cuenta la historia de Rodolfo González Alcántara, bailarín que compite en el Festival Nacional de Malambo de Laborde. El malambo es un baile tradicional de los gauchos argentinos que requiere de una excelente condición física, de un dominio de la técnica, de una gran preparación mental y de una disciplina que recuerda más de una vez a la de las artes marciales. Leila describe con gracia y precisión las coreografías especiales y los zapateos, de manera que no es necesario entrar a YouTube a buscar videos de malambo. Pero sobre todo relata la preparación a que se somete Rodolfo González Alcántara durante un año con la esperanza de convertirse en campeón de una competencia desconocida para el gran público y que parece regirse por las reglas de un emperador loco. Al igual que Historia sencilla, la película de David Lynch que le inspiró el título a Leila y que va de un viejito que viaja de un estado a otro montado en una podadora de césped para encontrarse con su hermano, se trata de contar la épica de la cotidianidad. Quizás la referencia a la sencillez se deba a la humildad de sus protagonistas, a lo absurdo de sus empresas y a que están contadas sin mucho aparataje y en una aparente linealidad.

 

A pesar de que lo ha presentado en varios lugares –Rodrigo Fresán lo presentó en Barcelona–, Leila no vino a Santo Domingo para promocionar el libro. Su presencia en el país se debió a que el Ministerio de Cultura la invitó a un coloquio titulado «Pedro Henríquez Ureña; extranjero en patrias», que fue realizado a propósito del natalicio del humanista dominicano. Fue su primera vez acá, y a pesar de que solo estuvo cuatro días pudo participar en los actos protocolares y pasear por la ciudad. A diferencia de otros escritores que aprovechan sus visitas al Caribe para solearse en las playas de aguas color turquesa, Leila tenía mucho trabajo que hacer y se la pasó básicamente escribiendo en su habitación de hotel. Cuando alguien le preguntó si iría a la playa, respondió que la playa no era lo suyo, y recordando al escritor francés que solía escribir en una habitación con las paredes cubiertas de corcho para evitar cualquier ruido, dijo que era proustiana. Sus grandes preocupaciones eran que no lograba abrir una de las ventanas de su habitación y que tenía que llamar a cada momento a recepción para que apagaran el aire acondicionado que la estaba enfermando.

 

Durante el coloquio, se refirió a la manera en que desarrolló su texto y ambientó el entorno en que discurrió la vida de Pedro Henríquez Ureña en Argentina y cómo fue discriminado por su condición de mulato y extranjero. Pero también señaló cómo su labor docente marcó la vida de muchos de sus estudiantes argentinos. «Y creo que eso, marcar para siempre la vida de gente joven es algo que puede hacer muy poca gente en este mundo..., hacer que un grupo de gente cincuenta años después de haber tenido a ese profesor parado en un aula sigan recordándolo y sigan llenando sus ojos de lágrimas cuando se enteraron de que había muerto su profesor en un tren», añadió antes de pasarle el micrófono al próximo panelista.

 

El extranjero

 

¿Cómo acabaste escribiendo «El extranjero», el perfil sobre Pedro Henríquez Ureña?

 

Fue como en el 2002 o 2003 cuando me puse en contacto con José Carvajal, que era el director de la agencia literaria virtual Librusa. No llegué a él por alguien que conocía sino que le escribí directamente. Le escribí ofreciéndole mi colaboración para escribir ahí y me dijo que le mandara ideas. Del sumario de ideas no le interesó ninguna ya que no eran adecuadas para la página. Pero él hacía rato quería encargar un artículo sobre la vida que había tenido en Buenos Aires Pedro Henríquez Ureña. Me preguntaba que si yo me animaba a hacer esto. La verdad es que todo lo que sabía de Pedro Henríquez Ureña lo sabía de las referencias sobre él que había leído en Borges o que había escuchado en reportajes a Borges. No conocía mucho la obra ni nada. Pero siempre me pareció una persona muy entrañable y me producía mucha curiosidad porque la sensación que da cuando uno llega a Pedro Henríquez Ureña a través de Borges es que uno se ha perdido una especie de hombre sabio. Me pareció una buena idea hacerlo. El periodismo como la mejor excusa para estudiar cosas que uno no podría estudiar de otra forma. Rápidamente descubrí a Sonia Hlito, que es la hija y que está viva y con la que pude hablar. Y empecé rápidamente a armar un mapa de posibles entrevistados, porque bueno, después yo hice perfiles de escritores como el de Roberto Arlt y el de Idea Vilariño, pero Pedro Henríquez Ureña fue el primero de esos perfiles, por lo que tampoco tenía yo como un método, digamos.

 

Entonces, ¿tu perfil más antiguo sería el de Pedro Henríquez Ureña?

 

Sí, pero hubo como una especie de antecedente que para mí fue muy interesante, que escribí en el año 91 o 92. Pero no lo escribí sola. Y era un encargo curiosamente parecido al de Pedro Henríquez Ureña. El diario El País de Montevideo nos encargó –a una compañera de trabajo y a mí– hacer una nota sobre los años que Julio Cortázar había vivido en la Argentina. Hasta el año 1951 antes de irse a París. Y fue muy increíble porque siempre pasa eso, ¿no?, cuando te pones hacer un perfil de una persona fallecida, suele haber en algunas cosas bastante material escrito sobre esa gente, y sin embargo cuando uno pone los pasos en las huellas te das cuenta de que a lo mejor al biógrafo o al tipo que escribió antes no se le ocurrió ir a ver, tomó como cierto el dato de un archivo y no fue a chequearlo, y recuerdo que en ese pequeño texto que trabajamos juntas con mi compañera para El País de Montevideo, empezamos a pensar cómo se podía contar la vida de un tipo que estaba muerto, que vivió acá hasta 1951, que era para nosotras la prehistoria. Y lo que pasa es que es un texto que a mí me gusta, y me acuerdo que a pesar de que la escritura fue compartida, fue para mí un logro impresionante. En ese momento, en todo el material que se había publicado sobre Cortázar no había, por ejemplo, ninguna entrevista con su hermana. Y con un método muy sencillo, que fue a través de la guía telefónica, la ubiqué acá en Buenos Aires. Ella me dijo: «Venga, yo no quiero dar entrevistas, pero ya que se ha tomado el trabajo». Fui y le pregunté si podía poner esa pequeña conversación. Pero no me dijo nada importante, lo más asombroso fue verla, porque era una mujer que era idéntica a Cortázar, que fumaba cigarrillos negros, que era impecable y como que no envejecía, y hablaba al igual que Cortázar, ¿viste que Cortázar no pronunciaba la erre? Entonces bueno, ahí hubo esa prueba de ese método de trabajo. Pero la primera vez que lo hice sola fue en el texto de Pedro Henríquez Ureña.

 

En el texto haces referencia a sus alumnos.

 

Sí, mira los alumnos de él fueron una fuente valiosísima. Sonia, su hija, fue una fuente hipervaliosa, pero me costaba mucho encontrar testigos vivos que lo hubieran conocido, y sus alumnos eran una cantera interesante porque eran gente grande que tenían cerca de ochenta años y todavía había mucha gente viva en ese momento que tenía el recuerdo de Pedro Henríquez Ureña. Y empecé a descubrir que eran recuerdos muy vívidos porque él había sido un gran profesor. Estaban todos muy ávidos de hablar. Tenían un sentimiento muy entrañable. Los había marcado mucho, y curiosamente muchos de estos alumnos fueron personas que se dedicaron a la literatura. Era gente muy refinada, y en todos ellos, en su recuerdo, la presencia de Pedro Henríquez Ureña, como pedagogo y educador y como persona que le revelaba un mundo de amor por la literatura, era superimportante.

 

En el coloquio recordaste a uno que fuiste a visitar y que en su casa tenía un retrato suyo.

 

Ese hombre fue bibliotecario, y tenía un departamento normal. Y tenía una gran biblioteca. Y había una sola foto –un hombre de ochenta años, te estoy hablando de una persona que ha tenido vida, familia, amigos, etcétera– , y esa única foto era de Pedro Henríquez Ureña, que había sido su profesor en el colegio secundario. Entonces eso habla a las claras del rastro que dejó él. Lo que pude ver fue que todos rescataban mucho el hecho de que Pedro Henríquez Ureña jamás hacía distingos. Ellos eran alumnos de colegio secundario y sabían la valía que tenía este hombre intelectualmente y todos rescataban el hecho –te hablo de gente que no tenía contacto entre sí– de que para don Pedro no existían las preguntas tontas y banales. Era una figura seria, pero no intimidatoria. Cuando hablaba con estos chicos de secundario no aplicaba con ellos una actitud condescendiente. Siento que al hablar con ellos lo que él hacía era llevarlos a su mismo nivel. Hablaba como si fueran pares. Y eso para ellos debía haber sido sumamente conmovedor, digamos, que tuvieran una duda sobre un verso de Sor Juana Inés de la Cruz y que él le dedicara 25 minutos para explicarle eso después de clase. Ese tipo de cosas hacía todo el tiempo.

 

Todos me decían que a veces pasaban a la lección, y hablaban y hablaban y se indignaban, porque don Pedro no los miraba, estaba cruzado de piernas leyendo un libro, y entonces parece que uno un día terminó de decir su lección, digamos, y don Pedro, que no había levantado la mirada del libro, lo mira y le dice: «¿Nada más?», y el alumno le dice: «No», y le dice: «Conviene que lea tal cosa para tal cosa», y el chico lo mira y le dice: «Pero si usted estaba leyendo, ¿cómo sabe?», y él le dijo: « Lo más normal del mundo es estar leyendo y escuchando al mismo tiempo, ¿usted no puede?»

 

¿No sientes que el tratamiento que le dan los críticos a la obra de Pedro Henríquez Ureña lo ha alejado del lector común?

 

Creo que hay algunos autores de los que se adueña la academia. Se los pone como en un pedestal. Lo mismo pasa en la Argentina en torno a Borges. El grado de apropiación intelectual y académica es tal que yo creo que la gente desarrolla una forma de temor o actitud reverencial ante estos autores. Si se quiere que un autor llegue a más lectores, el discurso debe ser abierto. Pero yo creo que todo se puede decir de manera que resulte interesante. No creo que los discursos tengan que ser condescendientes con un lector supuestamente no preparado para que sean comprensibles. Yo creo que si uno dice las cosas la gente las entiende de todas maneras.

 

 

 

Historia sencilla

 

La verdad es que yo viajé a Laborde para hacer una crónica. Pocas veces hago eso de mandarme hacer una crónica por las mías sin proponérselo a ninguna editora en particular, confiando que en algún lugar esa crónica va a salir publicada. No dije nada porque yo sabía los hilos de la historia que a mí me resultaban interesantes y sabía que era muy complicado transmitirle eso a un editor. Entonces me fui con Diego, mi fotógrafo, para poder publicar la crónica. Ya ves que la idea de libro no estaba por ningún lado. Y bueno, fuimos ahí. Y yo hice mucha preproducción –coordiné entrevistas–, y fuimos como cinco días al festival, y bueno, por cuestiones de laburo se me fue medio complicando, porque mi idea era hacer una crónica del festival: veo lo que hay y después voy a ir entrevistando a la gente durante el año. Pero pasó que, cuando llegué al festival, la segunda noche lo vi bailar a Rodolfo y eso me dio vuelta a todos los santos, digamos, la cuestión fue tal cual como se cuenta en el libro. Había hecho mucha preproducción, la chica de prensa, Cecilia Llorent, me había ayudado mucho contactando campeones…

 

Sí, vi que le dedicas el libro.

 

Claro, ella me dio los tips que podían ser más interesantes. Pero Rodolfo no figuraba en esa lista. No estaba. Lo vi bailar… y pasó algo.

 

En una parte refieres que cuando lo viste bailando pensaste que era un gigante, pero cuando lo tuviste enfrente te percataste de que, en realidad, era bajito.

 

Sí. Eso fue. Me deslumbré con Rodolfo. Cuando terminó le pedí el teléfono. Y ya volviendo para Santa Rosa él y yo para Buenos Aires, lo llamé y le dije: «Rodolfo, me quedé pensando y me gustaría que el artículo que estoy escribiendo se contara más bien a través de tu experiencia». Me dijo que sí, que ningún problema. Y yo seguía sin pensar… y bueno, en algún momento de ese año que lo seguí, sí se atravesó la posibilidad del libro, como fantasía, pero yo no estaba segurísima de que estaba haciendo un libro, y de lo que sí estaba segura es de que iba a contar una historia, y que esta historia iba a ser una crónica, o como sea. Pero escribí un libro cuando me senté a escribir el libro. Digo, me senté y salió un libro. Corto, pero sentí que tenía entidad de libro. Fue reloco porque lo mandé para que lo leyera una persona en quien confío mucho y el libro llegó a Herralde, y Herralde me escribió para decirme que lo quería publicar. Es reloco.

 

También refieres que Rodolfo pensaba que tenía un compromiso contigo de ser campeón.

Yo en un momento le comenté a Rodolfo cuando se me ocurrió lo del libro. Pero él estaba muy tranquilo, muy relajado con eso. Me dijo: «Uhh, qué bueno, Leila, buenísimo». Siempre como discreto y muy agradecido. Pero yo creo que sí, que él estaba un poco como presionado por el hecho, una presión que se ponía el mismo, pero era como inevitable, y yo también pensaba: ¿no le estoy metiendo yo presión a él? ¿Viste ese cuento de Bradbury en que mandan a unos viajeros del tiempo al pasado y les dicen que no pueden pisar nada, y pisan una hierba o matan una mariposa, y cuando vuelven está todo cambiado? Yo me preguntaba –cuando me quedaba a solas con él en el camerín– si con mi presencia acá no estoy de alguna forma incidiendo de manera negativa, no lo estoy desconcentrando, el hecho de que él sepa que tiene una periodista siguiendo su vida por todos lados y todo el tiempo, ¿no le esta poniendo una presión extra? Sí, por supuesto. Lo que sí me doy cuenta, pensando después con el tiempo, es que yo no pensé en la posibilidad de lo que iba a hacer con el trabajo si Rodolfo perdía, hasta que ya prácticamente estábamos en el segundo año. Ese es el grado de inconsciencia absoluta con que yo encaré el proyecto, como si fuera lo más lógico del mundo. 

 

Como un experimento sociológico.

Sí.

 

Esa misma relación entre el entrevistador y el entrevistado también se siente en Los suicidas del fin del mundo. El lector dice –quizás porque tú eres el intermediario entre esos personajes– que ojalá a ninguno de estos se le ocurra suicidarse. Y que con tu capacidad persuasiva de cronista vas a evitar que se suiciden.

 

Como cuando uno va a ver una película de Jesús y dice que ojalá al final no lo crucifiquen.  

 

Exacto. Por cierto, no sé hasta qué punto es una historia sencilla, más bien parece una épica.

El título está tomado de la película esta de David Lynch. ¿Sabes cuál es? Que es el viejo que viaja en una cortadora de césped. Me parece que el título es completamente engañoso. Y por eso lo elegí también para el libro. Me parece que es una historia, digamos, complejísima. Rodolfo es un tipo encantador y todo, pero es un personaje muy complicado para tomarle una crónica. Es un tipo con una vida humilde, sencilla, que nada de lo que pasó lo transforma en drama. No tiene una historia sensacionalista de las que nos encantan a los periodistas. Nada. Es gente de trabajo. Y su manera de hablar y de transmitir es muy aplacada, prudente…, de buen tipo, tranquilo. Pero tiene esta gran arista increíble y es que sube a un escenario y arranca sangre. Es impresionante. Me interesó mucho el desafío de contar la épica del hombre común. Que creo que es la misma épica del tipo que se sube todos los días a un tren y se va a vender choripanes en la Costanera, digamos. Bueno, no de cualquier tipo, pero sí de mucha buena gente que labura y lo hace con entrega y con la amargura de saber que le gustaría tener otro destino. Me parece que contar eso crea un desafío abrumadoramente difícil. Digamos que trabajé mucho para que lo complicado no se notara. Mucho. El libro tiene mucho trabajo, pero la estructura es sumamente lineal. Y es raro eso de que en lo que yo escribo la estructura sea tan lineal. El primer personaje que aparece es el primer personaje que yo entrevisté. El segundo es el segundo que entrevisté. Después la historia de Rodolfo es como prrrrrr: lineal. Y me parece que sí, que en el fondo es una historia compleja de contar, una historia de un tipo común con una vida común y un sueño demencial, que una persona prudente del todo jamás haría eso. Es como que yo mañana me levante y agarre una moto y diga: Quiero ser el Che Guevara. Rodolfo es como Billy Elliot, pero en la Pampa.

 

Consumidora cultural omnívora

 

A mí me preguntan cómo elijo los temas. Yo la verdad pienso eso, que se me ocurren cosas tan diversas. Hay temas universales que me interesan como este que hablamos recién: lo extraordinario dentro de una persona común. Pero eso tiene que ver con lo que menciona Manuel Vicuña en torno a lo de consumidora cultural omnívora. Hay muchas cosas que realmente me interesan. Puedo hacer una crónica sobre el equipo argentino de antropología forense y una sobre Pedro Henríquez Ureña. No es tan usual esta especie de cosa 4 x 4 todo terreno, pero con eso tiene que ver desde dónde uno hace periodismo. Tengo una curiosidad infinita por una enorme cantidad de cosas, y no creo que haya como cotos cerrados, como periodistas especializados en derechos humanos, periodistas especializados en fútbol, periodistas especializados en tal cosa. Parece que tendemos a sectorizar el mundo de esa manera. A mí me gusta pensar más en periodistas como Susan Orlean, que ha escrito sobre el góspel y de pronto sobre una lanzadora de jabalina china. Y eso tiene que ver también con un funcionamiento en mi vida en general. Para mí la típica salida de ir al teatro e ir a cenar me parece de un aburrimiento chino. Me muero con eso. Pero de pronto me decís, mira hay una riña de gatos –como se llama a las peleas de los chicos que improvisan haciendo rap– o hay un club de boxeo de tal lugar, o hay un hotel en Palermo que hace una muestra de fotos y el hotel es rebizarro y solo viven travestis, ponele. Me interesa mucho más eso que una muestra en el Malba. ¿Qué sé yo? De pronto pasa mucho tiempo en que no puedo hacer esas cosas porque trabajo mucho. Pero sí leo mucho y leo de todo. Hay periodistas que nada más leen diarios. Yo estoy todo el tiempo leyendo historietas, poesía, ficción, no ficción, suplementos culturales, revistas de esas que están en la peluquería, ¿viste? También, además, creo que hay otras cosas que te nutren que no tienen que ver con consumos culturales. Como ir a comprarle verduras a Teodora, la señora boliviana, o ir a comprarle la carne a Braulio, el carnicero paraguayo: yo hablo con esa gente, escucho. Me fijo cómo funciona el supermercado chino que está a veinte metros de mi casa, doy vueltas por mi barrio, corro, miro los talleres mecánicos. Me parece que uno es un ojo bien abierto, siempre. Pero así funciono yo. No es el método que tiene que usar todo el mundo.

 

Feliz cumpleaños

 

¿Crees que hay un boom de la crónica o del periodismo en Latinoamérica?

 

Yo creo que hay algo donde anteriormente no había mucho. Lo que no creo es que sea boom. Porque el boom para mí son cien mil lectores. Y supongo que, cuando uno habla de boom, ese boom chorrea cierto viso popular en términos de mucha gente. Puedo decirle crónica a un argentino que pase por la calle y él te dirá: «Crónica, ¿el programa de televisión?». Aquí tenemos un programa de crónicas policiales que se llama Crónica. Pero, en otro sentido, sí hay revistas que se dedican a ese género como por ejemplo Gatopardo o Etiqueta Negra, y existen desde hace años y me parece que han formado no solo un espacio, sino que han formado una escuela de edición y de escritura en ese sentido. Y me parece que eso sí no estaba en el continente. Todo este cruce de periodistas que se generó a través de la Fundación Nuevo Periodismo parece que contribuyeron también en ese sentido. No es casual que en los últimos tres o cuatro años todas las editoriales hayan decidido tener su colección de crónica. Se está rescatando en grandes editoriales el trabajo de muchos escritores que increíblemente no habían sido traducidos al español, como Joan Didion o la apuesta que hizo Alfaguara con Gay Talese. Evidentemente que hay mucha cosa. El trabajo que está haciendo la udp en Chile. Es evidente que hay un trabajo en torno a la no ficción, creo que en torno a la revalorización de la no ficción periodística, con una entidad fuerte como la que tiene la literatura de ficción.

 

Pero de ahí a que digamos que es un boom, estamos teniendo un optimismo desaforado. Creo que en los últimos años lo que pasó con la literatura de no ficción es uno de los cambios más interesantes que ha tenido en cuanto a producción y temática. Aún falta muchísimo, no todo lo que se publica es bueno, las colecciones siguen siendo un poco erráticas, es decir, no estamos en el mejor de los universos posibles, pero estamos en un universo posible.  

 

Además, está la posibilidad de que el periodismo sea un fin y no un medio para dedicarse a la ficción.

Si uno va a pensar en la vida en términos de presentarse a una vocación, yo siento que hay muchos periodistas de mi generación que pensamos que nuestra vocación es la no ficción y que no estamos haciendo no ficción solo para comer. Ha dejado de ser un trabajo alimenticio para convertirse en algo que nos gusta.

 

¿Qué temas crees que a la crónica latinoamericana le falta por abordar?

Creo que hay una gran deuda con algunas cuestiones. No creo que haya buenas crónicas del mundo de la clase alta. Siempre las crónicas que hay son miradas en el mundo de la gente humilde. A los poderosos los miramos con aprensión. Creo que falta eso, como miradas menos previsibles sobre las clases poderosas. Y creo que faltan mejores crónicas deportivas. Hay miles de cosas que hacer. Pero sobre estas dos cosas se debieran publicar miles de libros.

 

Volviendo a Pedro Henríquez Ureña. ¿Qué tal estuvo la ceremonia que realizó el Ministerio de Cultura en el Panteón Nacional?

 

A mí de alguna forma el texto de Pedro Henríquez Ureña me ha traído cosas muy buenas, como, por ejemplo, esa columna que escribió Mario Vargas Llosa, a quien yo no conocía de nada. Fue una cosa insólita. Y realmente él entró al libro porque vio que había una nota de Pedro Henríquez Ureña. Entonces, la verdad es que me conmovió mucho esa mañana saber que estaba ahí frente a las cenizas de Pedro Henríquez Ureña. Te da una sensación de cercanía con un personaje que te acompañó durante mucho tiempo y que sigue incidiendo en tu vida. Ya te dije, yo soy la persona menos protocolar del universo. Cuando veo ceremonias digo: ¿en qué me metí? Pero la verdad es que fue como muy emotivo. El ministro hizo un discurso corto y prudente, y dijo algo así como Feliz cumpleaños, lo que me pareció muy humano. Me gustó. Fue muy emocionante estar ahí. Ver la tumba de él. Es raro: una persona que yo no conocí, pero que de alguna forma se transformó en alguien muy importante en mi vida.

 

Frank Báez es editor de la revista Global

 

 
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