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El futuro del libro, las librerías y la lectura

 

 

Por Basilio Belliard

 

 

El formato del libro presenta un desafío sin precedentes. La era de Gutenberg, que nació hacia 1440, se aboca, no a su apocalipsis, sino a su transformación; esta crisis, sin embargo, amenaza su vigencia y fortaleza. El libro –ese depositario del saber y de la memoria cultural, vehículo transmisor por excelencia del conocimiento y agente social de intercambio de información– para muchos tiene sus días contados; en cambio, para otros –entre los que me encuentro–, su permanencia tendrá larga vida, y coexistirá, al menos en el futuro inmediato, con los dispositivos tecnológicos modernos mientras vivan las personas que hoy tienen más de cuarenta años, que nacieron con otros hábitos y cultura de leer.

 

Al menos en los países subdesarrollados, el futuro del libro de papel tendrá una vigencia más prolongada, pues el acceso al libro digital es desigual, ya que pocos tienen aún computadoras, Internet, energía eléctrica, etc. En ese sentido, el libro tradicional posee ventajas; en cambio, para los usuarios de los países desarrollados, el libro electrónico tiene (o tendrá) más poder y, desde luego, más alcance. El destino del libro es el mismo que el de la música o el cine. Los dispositivos son diferentes, aunque la plataforma que emplee el libro virtual seguirá llamándose libro, como afirmara una vez Sergio Ramírez. Un libro es, por su origen y naturaleza, físico, material. El virtual es, justamente, un libro inexistente, porque es artificial. García Márquez dijo hace una década que «si uno rompe la pantalla del computador, las palabras no están ahí».

 

La aparición del libro virtual solo ha sido posible en un mundo global, virtual, donde la tecnología de la comunicación se ha convertido en un dios salvaje y en una «religión». La realidad del libro virtual es, pues, una expresión concreta de sociedades abiertas. De ahí que en Cuba, por ejemplo, la inminente desaparición del libro de papel no se vislumbra aún, ni tampoco su crisis. El auge del libro electrónico es, también, una moda que ha contagiado a jóvenes y adolescentes, y aun a personas de la tercera edad, que, para ponerse a tono con sus hijos y nietos, y con la actualidad, se dejan seducir por la fantasía tecnológica de los diferentes aparatos de lectura (celulares, tabletas). Los que nunca han tenido hábitos de lectura, están de fiesta, pues pueden «bajar» de la Red libros on line, y gratis, sin tener que visitar las bibliotecas o comprarlos en las librerías, en Amazon, por ejemplo. Al parecer, el escaso hábito lector de muchas personas reside en el precio de los libros, pues basta ver la avalancha de compradores cuando hay especiales.

 

En las sociedades de bajo índice de lectura, como la dominicana, el libro digital hará estragos, en especial, entre los jóvenes de clase media y alta. Se vislumbra en el mundo la desaparición de una civilización de lectores que se extingue, en virtud de la avalancha de inventos tecnológicos que se suceden y cambian, aparecen y se transforman vertiginosamente, en una sociedad del desecho como la que vivimos. La televisión, un invento de mediados del siglo xx, ya es obsoleta; también, el teléfono doméstico y, más aún, la laptop, que apenas tiene poco más de una década y ya está caduca. Hoy día la televisión ha sido tragada por las computadoras, y el teléfono doméstico por los celulares. Ya lo dijo hace varios años, no sin desencanto, el novelista Juan Carlos Onetti: «La televisión se ha tragado a los libros». Vivimos, pues, en una permanente obsolescencia de los objetos y los aparatos tecnológicos, en una guerra demencial que nos conduce al consumo excesivo y a la manipulación psicológica. Así pues, asistimos al tránsito de una era que se caracterizó por la lentitud a otra normada por la premura, el vértigo de la vida cotidiana, la inversión de valores establecidos como cánones, y el cambio de lo sólido y permanente por lo líquido y ligero o light.

 

Las librerías, las bibliotecas y la tecnología

El mejor termómetro para medir el hábito lector son las librerías y las bibliotecas. El año pasado, cuando visité, en el marco de un festival internacional de poesía, la ciudad de Pereyra, en Colombia, fui en dos ocasiones a una librería de viejo llamada Roma, que posee 60,000 volúmenes, a la que los clientes van como si se tratara de una librería de novedades –incluso los hijos con sus padres–, y donde hay una sala de lectura. Su propietario, un joven dinámico y con fe en la lectura, me dijo una frase lapidaria que me conturbó y aleccionó, y que nunca olvidaré: «Una ciudad se mide por sus librerías». En México, en el centro histórico, es emblemática la avenida Donceles, que posee 25 librerías de viejo, bien organizadas, con ofertas diversas. Esta modalidad habrá de sobrevivir. En una ciudad donde las librerías se pueden contar con los dedos de una mano, como Santo Domingo, el cierre de una es trágico ya que no solo son agentes mediadores de lectura, sino también un oasis para el solaz, el encuentro amoroso, la amistad, el intercambio y el diálogo comunitario. Supe que cuando iba a cerrar una librería de la capital, una pareja de esposos lloró, pues afirmaron que allí se conocieron y enamoraron. Si desaparecen estos santuarios sepultados por el libro virtual y por las modas del mundo light, no habrá espacios para el diálogo y la palabra, tan caros a la convivencia democrática y a la paz espiritual. Sin librerías tampoco habrá ferias de libros, y las bibliotecas no tendrían retroalimentación. Las bibliotecas y las librerías son medios de curación espiritual que crean el ocio necesario para el esparcimiento contra la rutina del quehacer cotidiano. Además, son espacios para poner a circular libros, cuyo acto es una celebración social y familiar que a mí me cuesta pensar que desaparecerá, pues sirve como promoción de los autores, por su valor incluso sentimental y simbólico. Nada se compara al valor humano que entraña la dedicatoria de puño y letra de un autor. Si las librerías desaparecen (cosa que dudo) y las bibliotecas se convierten en cementerios de libros al transformarse en bibliotecas virtuales (ya hay un experimento en Estados Unidos), no habrá diálogo con los autores.

 

Estar en una biblioteca es no estar solo; es conversar con los autores muertos, como dice Quevedo en su célebre soneto: «Retirado en la paz de estos desiertos / Con pocos, pero doctos libros juntos, / Vivo en conversación con los difuntos / Y escucho con mis ojos a los muertos».

 

El libro físico hoy se ha convertido en un objeto raro, de colección. Los amigos ya no se reúnen para compartir e intercambiar libros sino películas, documentales y música en cd o dvd. Desde luego que es más fácil ver la televisión y oír música que leer un libro o un tratado de filosofía, lo que implica concentración, esfuerzo intelectual y un ritmo lento de asimilación mental de lo leído. Antes, tener una biblioteca personal con cinco mil libros era sinónimo de orgullo y sabiduría; hoy es una representación de caducidad y desfase temporal. Quien no posee una tableta o un celular de última generación no está a la moda: está out y fuera de contexto.

 

La lectura de los grandes relatos novelescos y las colosales epopeyas literarias como Moby Dick, El Quijote, La montaña mágica, El hombre sin atributos, Los miserables oUlises lleva las de perder, pues es impensable que estas obras encuentren lectores digitales. Su tiempo de lectura implica largas horas que no existen hoy sino para consumirlas en lecturas ligeras: de artículos, fragmentos, capítulos de novelas o breves ensayos. De ahí que habrá una crisis de lectura que generará una deformación de los futuros profesionales e intelectuales, quienes no leerán libros completos en una pantalla. Lo que está en crisis –a mi juicio– no es la lectura en sí, sino el tiempo de lectura. Acaso hoy se lea más que antes porque hay más libros –o «demasiados libros», como diría Gabriel Zaid–, pero la calidad de lectura no existe, dada la premura cotidiana. Para el gran ensayista Zaid, aunque leyéramos un libro diario, estaríamos dejando de leer cuatro mil, la cantidad estimada que se imprime diariamente. De modo que es imposible estar informado de todo lo que se publica. Ya no hay tiempo para metabolizar con lentitud la lectura, al igual que se hacía en el pasado, cuando incluso se leía en voz alta, no de manera silenciosa, como lo hacemos desde el Medioevo. En la Antigüedad se leía en alta voz para memorizar lo leído. San Agustín cuenta que vio, no sin asombro, a san Ambrosio leer en silencio y que esa fue la primera vez que presenciaba a alguien leyendo de esa forma.

 

En la actualidad, todo atenta contra el libro y la lectura. Las miríadas de inventos simultáneos y los objetos de consumo masivo están transformando la intimidad, y han supuesto el fin de la privacidad y la paz social y familiar. Los circuitos de distribución y comercialización del libro han cambiado con los nuevos tiempos. Por tanto, se requiere conquistar nuevos espacios de venta: supermercados, plazas comerciales, universidades y escuelas. Hay que hacer que el libro vaya al lector y no al revés, como ha sido la tradición. Me resisto a creer que el libro de lujo, de colección o el llamado table book, vaya a morir, ya que es en sí mismo una obra de arte del diseño gráfico. Por ejemplo, ¿qué harán las empresas comerciales y bancarias para regalar a sus clientes en Navidad, o en ocasiones especiales, cuando no exista este tipo de libro? ¿Qué harán los políticos y figuras públicas cuando no puedan editar sus libros de papel para dedicarlos, satisfacer su ego y publicar sus memorias o su autobiografía, y demostrar así sus éxitos en la vida? Digo esto porque la presentación de un libro es un acto social, un motivo de reunión y una excusa para conquistar seguidores –políticos o religiosos– y alcanzar prestigio social.

 

El hábito lector de los intelectuales dominicanos

Soy un crítico de los autores que escriben sin leer: de esos está lleno el reino de las letras y el país cultural dominicanos, es decir, de escritores no lectores. Borges se hizo célebre por todo lo que leyó y releyó, hasta el punto de que, pese a su proverbial ceguera, llegó a concebir el mundo como una biblioteca. Dice en un poema: «Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mí me enorgullecen las que he leído». No son pocos los autores que escriben diariamente tras la caza de un premio literario nacional o internacional o de un contrato editorial. Muchas veces los mejores lectores y bibliófilos no son nuestros literatos sino los médicos, los abogados o los empresarios. Mario Vargas Llosa refiere que, cuando asiste a ferias del libro, siempre se le acerca un hombre para pedirle su firma para la esposa o la novia. La conclusión del Nobel de Literatura es que, a diferencia de su época, en la actual las mujeres leen más que los hombres.

 

Sin lectura no hay escritura que valga. La lectura es la moral de la escritura. La literatura –salta a la vista– se alimenta de la vida y también de los libros. No puede haber tradición escrita sin una tradición lectora, y antes, oral. Hay en nuestro país letrado intelectuales que nunca han visitado una librería. Bastaría hacer una encuesta y veríamos que pocos de ellos visitan librerías, bibliotecas o las ferias del libro, el evento más grande de la cultura dominicana, la única fiesta de la lectura y la mayor expresión bibliográfica anual del país – la prueba la tienen los libreros–. Tampoco van a las bibliotecas. ¿Dónde leen? ¿Dónde se han forjado? Ni qué decir de nuestros profesores escolares y universitarios. Sin buenos profesores-lectores, indudablemente no habrá buenos alumnos, y mucho menos, escritores. Varios de nuestros doctores egresados de universidades europeas y americanas tienen un desfase insólito y una desactualización inenarrable. Hace más de veinte años que perdieron el rumbo de la poesía, el ensayo o la narrativa hispanoamericana o dominicana, pero aparentan estar informados de todo lo acontecido en el panorama de las letras universales. Algunos, desde su graduación, no han vuelto a tocar un libro o a producir intelectualmente. ¿Se creen que lo leyeron todo y que lo saben todo? Reaccionan como terroristas intelectuales cuando un joven, sin grado doctoral pero informado y «ratón de bibliotecas» –o de librerías–, los refuta. Esta estirpe de intelectuales perdió la motivación y el impulso, se acomodó a la inercia del nuestro medio social, a la inexistente competencia profesional, y, a lo sumo, algunos escriben ocasionalmente en la prensa, o para revistas especializadas de Europa o los Estados Unidos. Es proverbial que algunos especialistas no muestren interés por libros de otras disciplinas. Todo esto se debe a la competencia intelectual en nuestro medio, pero también a la pereza y a la falta de entusiasmo de nuestros intelectuales.

 

Los nuevos dispositivos de lectura

La noción tradicional de lectura como fuente de conocimiento está en tela de juicio, arrinconada con la concepción banal de la cultura, que postula que ya una persona no es culta por lo que lee sino por las películas que ha visto, la música que ha oído y los conciertos que ha presenciado. La crisis de la palabra es expresión de un contrapunto frente al predominio de la imagen. El homo videns (Giovanni Sartori) ha triunfado sobre el homo verbum. La cultura verbal ha ido perdiendo potencia y vitalidad, en especial, el saber clásico y las ciencias humanas. El frenesí que despierta el libro virtual ha sido posible gracias al capitalismo, que se caracteriza por crear necesidades artificiales y colocar las modas sobre las tradiciones.

El rasgo fútil de la sociedad posmoderna se expresa en la multiplicación del consumo de los individuos que, como autómatas, eligen inconscientemente mercancías que produce el sistema capitalista. La elección del libro digital frente al físico no es una opción libre sino inducida, creada por una tecnología informática que seduce y fascina, como las demás industrias del entretenimiento, que caracteriza el espectáculo de la cultura light. De ahí que la lectura sobre soporte virtual no produzca el mismo rendimiento cognoscitivo, debido a la distracción que ejerce el aspecto lúdico de los caracteres visuales, con la interferencia del color, el sonido y la palabra. La revolución tecnológica que ha experimentado la lectura es producto de la globalización y la mundialización simultánea de la información.

 

La lectura en dispositivos virtuales es una expresión del esnobismo de la modernidad, en la que no hay un interés genuino por la lectura como aprendizaje y, más aún, como fuente de conocimiento. La cultura adquirida en los libros ha pasado a ser obsoleta. Así pues, no solo está en crisis el libro físico, sino, además, la filosofía, las ciencias humanas, las artes plásticas, la música clásica y la danza. Se produce, pues, una especie de confusión en el presente y el futuro que genera una incertidumbre sobre el destino del libro y la lectura. En cambio, hay un auge del cine, la televisión, los videojuegos, los celulares, los conciertos de música popular, los videos, los smart phones y todas las expresiones procedentes de la industria del entretenimiento. Los medios audiovisuales están desplazando o reemplazando a los libros que, según George Steiner, serán «confinados a las catacumbas», como lo fueron los cristianos durante la persecución del Imperio romano. A menos que coexistan, como espero y confío, con la anunciada muerte del libro físico y de las librerías, retornaríamos a la era medieval. Al respecto, las opiniones y los puntos de vista están divididos. Para usar una terminología de Umberto Eco, los apocalípticos piensan que morirá el libro de papel, y los integrados dicen que sobrevivirá y que ambos convivirán, que «esto no matará aquello». El libro virtual no es un objeto. En cambio, sí el físico, pues es un cuerpo, un objeto de deseo.

 

Ciudades y librerías

Una librería forma parte del patrimonio tangible y material de la memoria histórica de una nación. Una librería o una biblioteca pueden constituir un universo, crear un mundo de palabras, textos y sueños; una librería es, a la postre, un consuelo en medio del erial de la trivialización de la cultura. Algunas se vuelven míticas. Otras atraen a los turistas.Son entes vivos, que nacen, crecen y mueren, dejando nostalgias y sueños truncos y quebrados. Las librerías alimentan las bibliotecas, las nutren y revitalizan. De ahí su valor sentimental e histórico en la memoria de una ciudad y de un país, y de ahí también que requieran una subvención estatal, pues son partes constitutivas de la memoria ciudadana y del ecosistema urbano. Ya Francia lo está haciendo, y espero que otras naciones emulen su actitud.

Las transformaciones tecnológicas que tienen también su manifestación en la era digital de la lectura representan un progreso, pero ese progreso, que es un salto tecnológico, también tiene sus riesgos y su trampa. No hay duda de que ha habido un avance en los campos de la técnica, la ciencia y la tecnología de la comunicación y la información. Pero también es no menos cierto que ese progreso, en muchos órdenes de la vida cultural, social y humana, ha sido improductivo. Ya lo dijo el iluminado Walter Benjamin: «En todo acto de civilización hay un acto de barbarie». O como diría Eduardo Galeano: «El desarrollo es un viaje con más náufragos que navegantes».

 

Siempre he procurado, por pura convicción personal y estímulo paternal, suplir mis vacíos intelectuales, estudiando, leyendo, viajando, visitando museos, librerías, monumentos arquitectónicos y bibliotecas; asistiendo a conferencias, talleres literarios, congresos, charlas, presentaciones de libros y seminarios. Todo esto para ampliar mi visión del mundo, enseñorearme del contexto epocal y crecer espiritual, intelectual y estéticamente, y así enriquecer mis apetitos de conocimiento, sed de fantasía y afán imaginativo. Pero ahora resulta, sin embargo, que todo se ha relativizado, que somos igualmente cultos los que leemos y los que no leemos, los que creamos una biblioteca personal y los que no la tienen. Ahora, por puro esnobismo, en un hecho que no es casual ni aislado –en el que son cómplices tanto artistas como escritores–, a los compradores de libros nos «toma el pelo» una cohorte de bufones, incautos, irreverentes y esnobs que nunca amaron los libros y que ahora celebran la posibilidad de leer en Internet y poseer una biblioteca virtual de miles de libros, que nunca tuvieron físicamente. Tienen miles de libros digitales que no leerán y miles de canciones que no escucharán, pues tampoco habrá tiempo, como tampoco lo hay para la lectura, ya que el asunto acá es que hay una crisis del tiempo libre o del ocio. Cotidianamente, me encuentro con amigos que me dicen que solo leen en la Red, que deje de comprar libros. Les digo que entonces solo tienen menos de diez años leyendo ya que esta moda de leer en la pantalla es reciente. ¿Dónde leían antes? ¿En bibliotecas? Confieso que este fenómeno social me conturba, pues es constitutivo del vivir cotidiano del entorno, y forma parte del espíritu de la época del Nuevo Siglo que nos ha tocado vivir; pero también me consuela el hecho de que esta ola podría ser efímera, perecer como todas las modas y pasar sin dejar huella, producto de su propia banalidad, y que lo permanente, como siempre, retorne y la reemplace, ya sea de manera negativa o positiva. Tal y como van transcurriendo los procesos sociales, me aterra cada vez más el futuro, y por eso me refugio en el pasado eterno y el presente instantáneo. 

 

En los aspectos técnicos hemos avanzado y retrocedido, como es natural, sin quererlo, y los culpables han sido los abanderados del desarrollo brutal, contra viento y marea, que contagian de fantasías estériles las mentalidades emergentes. Las consecuencias de la frivolidad podrían corromper el carácter de la vida cultural y matar la pasión humanística, que fueron tan caras a los hombres del Renacimiento, la Ilustración y la Antigüedad clásica. El advenimiento del libro electrónico transformará las prácticas sociales, los hábitos, las costumbres y el ethos de las personas vinculadas a las experiencias de lectura, y este fenómeno contribuirá a la democratización de la cultura escrita, pero sin duda que también tendrá su impacto catastrófico, como lo está teniendo, en la propiedad intelectual, la privacidad de la información y el derecho de autor. Las tendencias actuales apuntan al triunfo del e-book y las tabletas digitales sobre el libro de papel. Pero esta perspectiva podría variar en la misma medida en que la tecnología se transforme y cambie constantemente, o sea, que el propio libro digital también se torne obsoleto en el futuro inmediato.

 

El tránsito de la lectura en papel a la lectura virtual representa un cambio radical también en los hábitos de los autores, pero, además, tiene su impacto en los hábitos de lectura. Cuando los autores solo escriban de manera virtual no lo harán de la misma forma, ya que esta manera de escribir también transformará su relación con la escritura como praxis social y material. La psicología del autor y del lector habrá de cambiar e impactar en el proceso de aprendizaje, pues el papel y la pantalla tienen sus técnicas intrínsecas de estudio y lectura (subrayado, memorización, tiempo de lectura continua…). Algo similar está ocurriendo en los mensajes de textos de los celulares con la sintaxis y la gramática de los diversos códigos de comunicación en la escritura de jergas y el uso de apóstrofos, tal y como acontece en el mundo de las redes sociales (blogs, twitter, facebook, y demás sistemas comunicativos de la Red). Esa libertad que da el mundo virtual también se ha convertido en una trampa laberíntica de comunicación que nos volverá afásicos y tartamudos al atropellar nuestra lengua y los principios más simples de la normativa escrita y de la gramática.

 

La economía expresiva se ha convertido en precepto, hasta el punto de que nadie se atreve a dictar una conferencia de más de una hora por temor al ridículo o a que lo abucheen, ni a prescindir del uso de las diapositivas. La brevedad y la premura son las normas en los medios de comunicación. En la televisión y la radio hay que hablar rápido y pensar poco; en los periódicos hay que ser breve en las páginas de opinión para dejar espacio a las imágenes y las gráficas. «Menos palabras y más ilustraciones», aparenta ser el nuevo lema.  

 

Si bien la lectura virtual tiene sus encantos y su poder de seducción, también no menos cierto es que la lectura de libros físicos tiene sus rituales intrínsecos: el olor, el sonido de las páginas, las portadas atractivas, el ritual de la colocación en las estanterías, el librero como mueble de lujo, la posibilidad de autografiar el libro y atesorarlo e introducirle una nota o un pétalo de rosa, coleccionar un incunable o una primera edición firmada por un autor célebre y laureado. La lectura sobre papel es una operación intelectual de exégesis textual, a la que se añade un componente emocional, sentimental y nostálgico. Me resisto a creer que las tabletas, aunque almacenen miles de libros virtuales –es decir, artificiales– reemplacen al libro de papel. Si pierdo un libro, puedo sustituirlo por otro, comprarlo de nuevo, pero si pierdo una tableta, pierdo todos los libros virtuales que poseía. Con el libro físico me puedo ir al bosque más remoto, sin energía eléctrica, mientras que si me voy con una tableta, su carga eléctrica no me duraría más de un día. Por otro lado, no creo que el placer textual, el goce que encierra la lectura de un libro de papel, pueda despertar en mí la misma sensación táctil y acabar mi hábito maniaco de subrayado (no leo un libro sin un lápiz a mano), ni concitar la sensualidad espiritual que me provoca un libro físico. Si muere esa práctica social de lectura, sepultada por las nuevas tecnologías, estaríamos acabando con una costumbre hedonística ancestral, consustancial al espíritu humano, que ha enriquecido la vida ciudadana y refinado el goce estético de la lectura.

 

Lo que nadie podrá negar es el prestigio que conlleva el libro impreso después de siglos de su edición, como lo tuvieron el papiro, el pergamino, los rollos, los incunables y los libros artesanales. El libro digital o electrónico nunca sustituirá el arte del coleccionismo, pues no podemos olvidar que detrás del libro físico hay un fetichismo, una pasión bibliófila, un «vicio impune», como dijo Valery Larbaud. No podemos olvidar que el hombre es un ser amante de coleccionar cosas y con un apetito de atesorar. Por mucho que se diga, atesorar libros es un vicio, una bibliomanía, en algunos casos, que se vuelve un estilo de vida, una enfermedad del espíritu y una cura contra la neurosis.  

 

La cultura de visitar librerías y hacer turismo de librerías nace en la adolescencia y la juventud, no en la adultez. Puede que quien no cultivó temprano ese hábito ya no lo hará en la madurez. Las librerías son mutantes. Una estrategia que permitirá la competencia y la sobrevivencia del libro reside en la especialización de las librerías por áreas: de cine, de comics, de novelas policiacas o históricas, de arte, de viaje, de autoayuda, etc. Las librerías tradicionales podrían sobrevivir si se enfocan en el turismo y se colocan en plazas comerciales, renuevan su diseño arquitectónico y diversifican su oferta: combinando libros con otras mercancías, colocando restaurantes y cafés, y creando espacios para reuniones empresariales y de negocios. Jorge Carrión, en su maravilloso libro titulado Librerías, finalista del Premio Anagrama de Ensayo en el 2013, prefiere hablar de «cafebrería», o sea, de libro-café. De modo que las librerías sobrevivirán pero integradas a negocios de comida, ludotecas y salas de música, de suerte que atraigan a los clientes y los induzcan a permanecer en ellas un buen tiempo, incluso con su familia. Tendrán entonces que transformarse y modernizarse, si quieren competir y pervivir como negocio editorial. Necesitarán crear su página web (como ya lo hacen muchas) para vender por Internet y a domicilio, como los deliverys de los colmados dominicanos.

 

Vivimos en dos mundos paralelos: el físico y el virtual. Leemos en pantalla o en papel. Leemos en kindle o compramos el libro en Amazon, pero para comprar en esta tienda virtual hay que conectarse a Internet. El problema de la tecnología reside en el carácter efímero de los aparatos, en que no bien aprendemos a usarlos cuando un modelo es reemplazado por otro más novedoso y sofisticado. De modo que siempre estamos como Sísifo, en un constante aprendizaje, y desechando modelos, mientras que el libro físico es y ha sido permanente, y por ende no requiere de ningún entrenamiento para su manipulación, como sí lo requieren todos los aparatos de lectura digital. 

 

El autor hoy puede ser editor y diseñador de sus propios textos, traducirlos y manipularlos hasta lo inimaginable. Esto implicará, posiblemente, la desaparición de los impresores, los editores, los diseñadores, los agentes literarios, y aun los libreros. Tras siglos de permanencia, el libro entra en una fase de obsolescencia con nuevos soportes electrónicos. Esta lógica habrá de cambiar nuestra relación con los textos. Hay que admitir que las tabletas tienen muchas ventajas: funcionan muy bien para viajar en avión, en tren o bus, pues su propietario puede llevarse una biblioteca virtual para seleccionar libros y lecturas, y no representan ninguna carga. La crisis de la lectura es general: abarca ambos mundos. No es cierto que los jóvenes estén leyendo más que antes y, mucho menos, libros totales. Recuerdo a Carlos Fuentes decir, cuando vino a la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo en el 2010, dedicada a México: «Los jóvenes no han leído nunca. Cuando yo era joven, en México, solo algunos jóvenes leíamos».

 

Sabemos que el mundo editorial ha cambiado y dado un giro, de un mundo análogo a uno digital, y que esta realidad, desde luego, está impactando en nuestros hábitos cotidianos y en nuestra mentalidad. Sin embargo, conviene destacar que, en sociedades con grandes abismos y exclusiones materiales, habrá una brecha entre lo digital y lo tradicional. El acceso a la lectura digital estará determinado por los factores de exclusión e inclusión social, que son muy evidentes en los países de América Latina, Asia y África con respecto a los países de Europa y Estados Unidos. De modo que la universalización de la lectura digital será una utopía, ya que la mitad de la población pobre del mundo no puede comprar tabletas, una computadora o tener acceso a Internet. Hasta que no se supere ese hiato, no habrá sustitución del libro físico por el libro digital, amén de la competencia empresarial que involucra la cadena del libro, desde su impresión y distribución hasta su comercialización. Ante el esquema tradicional, muchas librerías tendrán que adaptarse y adecuarse a los nuevos modelos de un mundo cada vez más competitivo y en constante transformación.

 

Si los Estados no implementan una política dinámica de fomento de la lectura – promoviendo esta en las comunidades y en las escuelas–, será difícil crear grandes sociedades de lectores, pues más que el libro, lo que está en crisis es la lectura misma como proceso social, material y cultural.

 

Política de lectura del Estado dominicano. Ley del libro y Bibliotecas

En nuestro país faltaba un instrumento legal para llevar a cabo una política cultural. Pocas naciones lo poseen, y muy pocos tienen encuestas de hábitos de lectura y han realizado un Plan Quinquenal del Libro y la Lectura, como la República Dominicana, quien lo impulsó desde el 2007 hasta el 2012, cuando el Gobierno dominicano decretó el 2007 como el Año del Libro y la Lectura, y creó una Comisión Nacional Coordinadora, con los diferentes ministerios, organismos correspondientes e instancias del Ministerio de Cultura. Sin embargo, nos falta mucho aún para ponernos a la altura de países con mayor tradición como México, Colombia, Argentina, Perú, Uruguay, España, Costa Rica, Brasil, Chile y Cuba. Hace falta más voluntad, incluso de los sectores empresariales y de la ciudadanía, para hacer cumplir los objetivos, planes, programas y tareas contemplados en la Ley del Libro y la Lectura, con la creación y modernización de un sistema de bibliotecas, así como con la compra masiva de libros. Una ley no es suficiente en sí misma, por más efectiva que sea, ni es una panacea definitiva. Falta más interés oficial, pasión ciudadana e integración de la población, las universidades y las escuelas –a propósito de la aplicación del 4% del pib que se le otorgó por ley a Educación– para enfrentar los bajos índices de lectoría que existen en el país. El déficit de lectura en algunos países es mayor que en otros, debido a las exclusiones sociales, la pobreza, la marginalidad y el desempleo. «Las políticas de lectura tienen que ser políticas de reequilibrio social», afirmó Gonzalo Castellanos, el técnico colombiano que elaboró para el país, a solicitud del Ministerio de Cultura, y con los auspicios del bid, las leyes de cine, del libro y la lectura, y de patrimonio.

 

Las iniciativas del Gobierno en materia educativa expresan una firme voluntad tanto de hacer del país un país de lectores como de elevar los niveles de educación de los ciudadanos y enfrentar el analfabetismo, a través de programas como «Quisqueya aprende contigo». Si queremos un país de lectores, ya sea en soportes físicos o virtuales, necesitamos crear el hábito lector, el amor al saber y al conocimiento, así como la defensa de la cultura escrita.

 

Basilio Belliard es poeta, ensayista y crítico literario. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Tiene un máster en filosofía por la Universidad del País Vasco y la uasd, con una tesina titulada «Filosofía y poesía: una relación histórica de atracción y repulsión». Entre sus publicaciones destacan Diario del autófago (poesía, 1997), Vuelos de la memoria (poesía y ensayo, 1999), Poética de la palabra. Ensayos de teoría literaria (2005), Sueño escrito (Premio Nacional de Poesía, 2002), Balada del ermitaño y otros poemas (2007), Oficio de arena (minificciones, 2011), Soberanía de la pasión (ensayo, 2012) y El imperio de la intuición (ensayo, 2013).  Actualmente es Director de Gestión Literaria del Ministerio de Cultura y director-fundador de la revista País Cultural.

 
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