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El Estado Islámico o la pesadilla yihadista

por Jaime Porras Ferreyra


Pocos fenómenos han provocado en las últimas décadas tanto miedo y perplejidad como el actual del Estado Islámico (EI). Presente en un vasto territorio, con grandes recursos económicos en sus arcas, respaldado por miles de seguidores armados hasta los dientes, impulsado por una ideología fanática y dueño de una fuerza propagandística nunca antes vista, el grupo dirigido por Abu Bakr al-Baghdadi es la consecuencia de la complejidad política y religiosa de Medio Oriente.

El ondear de una bandera negra ha puesto a temblar lo mismo a Occidente que a millones de musulmanes, aunque no se trate de aquella utilizada hace siglos por los piratas y filibusteros. Vehículos 4x4 atravesando el desierto con hombres fuertemente armados y decapitaciones de rehenes vestidos de anaranjado levantan gran parte de estos temores. Grupos como Al Qaeda o el Frente Islámico de Salvación habían ya mostrado en el pasado un rostro particular del terror, como consecuencia de la conjunción entre objetivos políticos e integrismo religioso. Pero una amenaza como la que representa actualmente el Estado Islámico pertenece a otra categoría. Recursos, territorio, fanatismo, propaganda: jamás Osama Bin Laden habría soñado con un escenario parecido. No obstante, es necesario comprender que el Estado Islámico no surgió por generación espontánea, además de que sus formas de actuar merecen ser explicadas para saber qué tipo de actor amenaza con perpetuar la violencia en una de las zonas más delicadas del orbe.

El nacimiento de la bestia

A finales del 2011, las tropas estadounidenses abandonaron el suelo iraquí, confiando en el ejército local que habían adiestrado durante varios años y en el nuevo gobierno democrático. Además, la opinión pública del país norteamericano ya no quería saber nada de una aventura tan costosa en recursos humanos y materiales. Las fuerzas de Al Qaeda-Irak habían sido destruidas casi por completo y los diferentes grupos étnicos estaban representados en las instituciones gubernamentales. Sin embargo, Barack Obama y sus asesores dieron muestras de una cierta ingenuidad, ya que los problemas en Irak estaban lejos de haber sido solucionados.

Pocos meses después de la partida de los estadounidenses, Nuri al-Maliki, primer ministro iraquí, de origen sunita, comenzó una persecución contra los miembros chiítas de su gobierno, acusándolos de organizar un complot para tomar el poder. Las pugnas entre chiítas y sunitas reaparecieron con vigor por todo el territorio, tal y como ha sido una constante durante siglos en Medio Oriente. Cientos de militantes sunitas fueron encarcelados y sometidos a tortura, y una parte considerable de los soldados y policías de dicho origen perdieron sus puestos de trabajo. Al mismo tiempo, varias manifestaciones de la población sunita fueron seriamente reprimidas. A pesar de los ruegos de al-Maliki a las autoridades estadounidenses, estas decidieron no intervenir, asegurando que se trataba de un problema interno de Irak y que debía resolverse en el marco del nuevo juego democrático.

La rebelión en contra del Gobierno, paradójicamente, fue madurando en las prisiones iraquíes. Miembros de Al Quaeda-Irak, antiguos cuadros del partido Baaz (la antigua agrupación política de Saddam Hussein) y otros líderes sunitas convivieron en las celdas y formaron redes que les permitirían ganar fuerza. A su salida de prisión, estos individuos partieron al oeste del país, donde varios de los sobrevivientes de Al Quaeda-Irak se habían vuelto a agrupar bajo las órdenes de Abu Bakr al-Baghdadi. Nacido en 1971 en la localidad de Samarra, al-Baghdadi es un experto en estudios islámicos que en el 2003 se unió a los grupos que combatían a las tropas estadounidenses. En el 2004 fue encarcelado, pero obtuvo su libertad un año después, reintegrándose a los grupos yihadistas.

Con el país en plena efervescencia, otros colectivos independientes se sumaron también a la lucha armada en el oeste. Luego de varios enfrentamientos contra el ejército, Abu Bakr al-Baghdadi decidió que era el momento de enviar a un contingente importante de hombres a combatir al régimen sirio de Bashar al-Assad. La presencia de los seguidores de al-Baghdadi en Siria acarreó gran éxito en poco tiempo: lograron controlar a otros grupos opositores gracias a sus conocimientos militares y a su agresividad en el frente, reclutaron a cientos de sunitas sirios, consiguieron armamento proveniente de Occidente y de países como Arabia Saudita y Kuwait (en una época donde lo que se buscaba a toda costa era la derrota de al-Assad y no les interesaba saber con detenimiento a qué manos llegarían fusiles, cañones y municiones) y controlaron poco a poco grandes extensiones de territorio. De igual forma, cientos de prisioneros sunitas se integraron a la rebelión en diversas zonas de Irak luego de ataques espectaculares en centros de detención para liberarlos. El 8 de abril del 2013 se difundió un audio en el que la voz de al-Baghdadi anunciaba que los distintos grupos rebeldes sunitas presentes en Siria e Irak integrarían desde ese momento una sola agrupación: el Estado Islámico de Irak y el Levante.

Nuri al-Maliki, primer ministro de Irak, no cambió de estrategia y ordenó la represión de cada manifestación llevada a cabo por los sunitas. Si al principio muchos de ellos no confiaban en los grupos extremistas, no les fue quedando otra opción que apoyarlos, ya que eran la única forma de obtener protección contra la violencia del gobierno. En esas fechas comenzaron a aparecer en zonas del oeste de Irak y del sur de Siria las primeras banderas negras, lábaro que distingue hasta la fecha al Estado Islámico. El golpe mayor de la organización tuvo lugar el 10 de junio del 2014, cuando consiguió apoderarse de Mosul, la segunda ciudad más grande de Irak y en donde estaba almacenado un enorme arsenal donado por los Estados Unidos al ejército del país. Tras un avance exitoso, el Estado Islámico se apropió también de varios campos petroleros en Siria e Irak.

El 29 de junio del mismo año, Abu Bakr al-Baghdadi pronunció un discurso en la gran mezquita de Mosul. Se autoproclamó como Ibrahim, descendiente del profeta Mahoma y jefe del nuevo califato formado por todos los territorios controlados por el Estado Islámico, convocando también a los musulmanes sunitas del mundo a sumarse a su lucha. En esos mismos días, el grupo acuñó su famoso lema, el cual se fue escuchando con demasiada frecuencia en barrios y manifestaciones: “El Estado Islámico permanecerá”.

El Estado Islámico y la autopista de la información

Las autoridades sirias, iraquíes, estadounidenses y de otras naciones del mundo de repente comprendieron que el Estado Islámico distaba mucho de ser un grupo extremista como los demás. Las fuerzas de al-Baghdadi habían logrado el control de una zona similar en extensión a la mitad de Francia, con una población de diez millones de personas y con grandes reservas de gas y petróleo. Pero la sorpresa no iba a quedar ahí. El Estado Islámico decidió imponer la sharia (ley islámica) en dicho territorio, además de mostrar al mundo una violencia descarnada en contra de chiítas, kurdos, cristianos y sunitas desertores. Mutilaciones, violaciones, crucifixiones y ejecuciones en masa comenzaron a difundirse en Internet. También el grupo logró llamar la atención a nivel mundial debido a la manera de matar a los rehenes extranjeros, decapitándolos o bien quemándolos vivos; todo esto acompañado de la difusión de videos de gran calidad y de una constante presencia en las redes sociales. Jamás una organización terrorista había conseguido tanto nivel de atención como producto de la barbarie. Y si de efectos publicitarios se trata, hace algunas semanas el grupo divulgó imágenes en donde sus miembros destruían estatuas y demás tesoros del patrimonio cultural de Irak, algo parecido a lo que los talibanes realizaron en Afganistán años atrás.

Otro aspecto de peso al referirse al Estado Islámico es el gran poder de convocatoria que ha logrado en diversos países: miles de yihadistas provenientes de varias naciones árabes, al igual que de Occidente, han arribado a Siria e Irak para ponerse a disposición de la organización. El Centro Internacional de Estudios sobre la Radicalización y la Violencia Política, con sede en Londres, ha informado que llegaron a Siria más de 15,000 combatientes extranjeros. Muchos de ellos han decidido integrarse a las fuerzas del Estado Islámico. Así, personas de Arabia Saudita, Marruecos, Túnez, Argelia, Francia, Reino Unido, Alemania, Bélgica y Canadá, entre otras nacionalidades, participan activamente en las operaciones de este grupo. Pero además de reclutar a estos individuos para que viajen a Siria e Irak, el Estado Islámico ha querido alentar los ataques de extremistas dentro de los países occidentales, manifestando que es un deber para cada musulmán combatir desde cualquier frente en beneficio de la organización. Todo esto dentro de lo que los expertos llaman «Adoctrinamiento 2.0», es decir, esa nueva modalidad que hace uso de las redes sociales y de otras posibilidades de Internet para sumar adeptos. El objetivo es persuadir a jóvenes radicalizados de actuar en nombre de la causa integrista; ubicar a esos «lobos solitarios» deseosos de pasar a la acción a miles de kilómetros de distancia. Y para ello, ya no es condición infalible viajar a un campo de entrenamiento en el desierto: solo basta con una computadora conectada a la red para alimentar odios y brindar ciertos conocimientos prácticos a través de Facebook, foros y otras páginas.

A nivel ideológico, el Estado Islámico reivindica la existencia y la expansión de un califato que implica en sí romper con las fronteras internacionalmente reconocidas de diversos países (Irak y Siria, por ahora, pero amenazando también a Jordania, Líbano e Irán) y la instauración de un Estado teocrático y con estricto apego a la sharia donde los derechos de las mujeres son completamente barridos, distintas actividades están prohibidas (la música occidental, el baile, miles de libros, la indumentaria de colores brillantes) y donde los castigos corporales y la ejecuciones son cosa de todos los días.

El gran poder del Estado Islámico

La violencia y la sinrazón del Estado Islámico también han quedado reflejadas en un fenómeno de importancia. De acuerdo a cifras dadas a conocer el pasado mes de enero por al Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), hay en suelo iraquí más de dos millones de desplazados. Cerca de 300,000 son sirios que han escapado de la guerra civil y el resto está conformado por kurdos, chiítas y cristianos que buscan escapar del yugo del Estado Islámico, además de un número considerable de sunitas que no quieren vivir bajo las leyes de dicha organización.

El gran poder del Estado Islámico no sería posible sin dos elementos específicos. Por un lado, cuenta con grandes cantidades de armamento gracias a que se han apropiado de reservas donadas por los estadounidenses al ejército iraquí y de recursos bélicos enviados desde Arabia Saudita y Kuwait a las fuerzas opositoras a al-Assad en Siria. Por otra parte, el Estado Islámico controla el 10% de la producción petrolera de Irak y cerca del 60% de la de Siria, y consigue vender el crudo en Turquía disfrazándolo entre la producción legal. Millones de dólares llegan a las arcas del Estado Islámico gracias a estas transacciones, además de que en los territorios que controla, la extorsión y el secuestro son prácticas cotidianas.

Pero una fuerza más del Estado Islámico emana de la complejidad propia de la geopolítica. Desde hace varias décadas, Estados Unidos y sus aliados occidentales, al igual que varias naciones árabes, han mostrado su oposición a los proyectos políticos y estratégicos de los Estados y grupos chiítas, como lo son Irán, los círculos de al-Assad en Siria y Hezbollah en Líbano. La situación resulta sumamente complicada al constatar que el Estado Islámico es una organización sunita con grandes apoyos en la zona y un polo de atracción para miles de jóvenes desencantados con los resultados de las primaveras árabes. Se trata sin lugar a dudas de una difícil ecuación, que también refleja el delicado entramado en la esfera de las relaciones internacionales. ¿Irán y Siria se aliarán con Washington dentro de unos meses para combatir a los defensores de la bandera negra? ¿Cuál sería la opinión frente a esta posibilidad de países como Israel y Arabia Saudita, acérrimos enemigos de Teherán y Damasco, pero que tampoco mantienen buenas relaciones entre sí? Algunas historias parecen repetirse entre cálculos y probabilidades, como la de aquellos combatientes en las montañas afganas que luchaban contra la invasión soviética –con fusiles donados por Estados Unidos– y que años después se convertirían en los talibanes.

La dificultad de destruir la bandera negra

Estados Unidos y los demás miembros de la coalición internacional que bombardea actualmente posiciones del Estado Islámico aceptaron actuar a cambio de la renuncia del primer ministro al-Maliki (quien fue sustituido por Haider al-Abadi) y teniendo como aliados al ejército iraquí y a los grupos armados kurdos. Se antoja difícil que la coalición decida enviar tropas a la región debido a los costos políticos que esto implicaría y a la fragilidad del equilibrio en esa parte del mundo. La lucha contra el Estado Islámico representa un conflicto sumamente complejo, quizás como nunca antes se había visto: no se trata de combatir a diversas células terroristas sino a un ejército bien armado y asentado en un extenso territorio. No resulta seguro que los bombardeos puedan frenar la expansión de este grupo, aunque se afirma que el objetivo fundamental de la coalición es evitar que el Estado Islámico se apodere de Bagdad. Aunque con los recursos con los que cuenta actualmente la formación de al-Baghdadi, no es descabellado pensar en que sus ambiciones se vayan incrementando.

Algunos analistas señalan que una victoria militar sería insuficiente. También sería necesario asegurar las condiciones políticas que impidan que los sobrevivientes del Estado Islámico puedan después formar otros grupos. Para ello, un aspecto clave radica en que la comunidad internacional apoye con mayor vigor al Gobierno iraquí actual del primer ministro Haider al-Abadi, garantizando en todo momento la voluntad para respetar los acuerdos emanados de decisiones democráticas y con un constante equilibrio entre todos los componentes étnicos del país. Asimismo, es fundamental buscar los mecanismos que logren reducir los ingresos económicos del grupo extremista, por lo que habría que monitorear con sigilo el flujo de petróleo en la región.

Y a todo ello, siempre aparece el reto de evitar las estigmatizaciones hacia el islam. Basta solo recordar los argumentos arrebatados de parte de la extrema derecha francesa, quien establece con demasiada simpleza nexos entre la violencia y la práctica de una religión específica; el asesinato hace algunas semanas de tres jóvenes musulmanes en Carolina del Norte a manos de un hombre alimentado por el odio también enciende las alarmas sobre el tema. No hay que olvidar que, después de todo, una apabullante mayoría del mundo musulmán se opone al integrismo y el mayor número de víctimas producto de la barbarie de los seguidores del Estado Islámico profesa la fe mahometana.

Jaime Porras Ferreyra (Oaxaca [México], 1977) es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Montreal. Trabaja en temas vinculados con la internacionalización de la educación. Colabora en programas de radio y escribe crónicas y reportajes. Ha publicado textos en México, Canadá, Inglaterra, España, Venezuela, Argentina, Costa Rica, Perú y la República Dominicana. Está radicado actualmente en Montreal.

 

 
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