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Cimarrones urbanos: la música como contranarrativa de la negritud dominicana

Por Paul Austerlitz


Partiendo de una hipótesis de Frantz Fanon que plantea que los afrocaribeños internalizan los valores coloniales usando máscaras blancas, se analiza la manera en que la cultura dominicana se ha enfrentado a su herencia africana. A pesar de que se ha querido ocultarlo, este lado africano ha logrado filtrarse y difundirse a través de la música. En ese sentido, la música es la contranarrativa que sirve para desmentir y negar el discurso oficial. Describiendo la historia de los palos, del merengue y del pri-pri, pasando por Luis Días y otras agrupaciones musicales, se traza un interesante recorrido por los ritmos africanos y las raíces de la música dominicana.

La República Dominicana es el hogar de una rica variedad de géneros musicales muy influenciados por ritmos africanos. Su tradicional marco es el de las celebraciones rurales asociadas a prácticas religiosas de origen africano, entre las que se destaca la veneración de los espíritus llamados misterios. Mientras los investigadores llaman a esta práctica vudú dominicano, los participantes a menudo se refieren a ella como las 21 Divisiones, ya que se dice que hay 21 divisiones o tipos de misterios. La religiosidad afrodominicana a menudo incorpora palos y salves y, como ocurre en la diáspora africana en otros lugares, la posesión o el trance es parte central de esta tradición.

Frantz Fanon sostuvo que los afrocaribeños a menudo internalizan los valores coloniales (y neocoloniales) usando «máscaras blancas» (1967). En el caso dominicano, esa ambivalencia racial, magníficamente descrita por Fanon, se ha desarrollado de un modo crucial. De hecho, el eurocentrismo es tan frecuente en la República Dominicana que antes de la década de 1970 la literatura académica pintaba un cuadro que «blanqueaba» la realidad cultural del país. En su encuesta «Distribución mundial y patrones de estados de posesión», la antropóloga francesa Erika Bourguignon escribió que mientras «el trance de posesión proveniente de África» abunda en países vecinos, como Haití y Cuba, en la República Dominicana no existe (1968). Cualquiera que esté familiarizado con la religiosidad popular dominicana sabe que la afirmación de la Dra. Bourguignon es errónea; pero hay que disculparla debido a que, habiendo basado su estudio en fuentes secundarias, simplemente no dio con una bibliografía adecuada que la remitiera a los trances de posesión.

Mientras que el discurso público a menudo ignora las tradiciones religiosas afrodominicanas, estas florecen en espacios privados, y aunque rara vez son objeto de debate, sus secretos se expresan a través del lenguaje de la música, la danza y los rituales cotidianos. Por otra parte, aunque su lugar tradicional es el rural, los rituales religiosos afrodominicanos se practican también en las zonas urbanas, tanto en la República Dominicana como en las comunidades dominicanas en los Estados Unidos. A partir de la década de 1960, la música ritual afrodominicana también se adaptó para presentarse en contextos seculares. A pesar, pues, del eurocentrismo, la urbanización y la trasnacionalización, la cultura afrodominicana está prosperando en zonas urbanas, tanto en la isla como en la diáspora, adaptándose a las nuevas realidades y actuando como una poderosa contranarrativa de la negritud.

La República Dominicana se jacta de contar con varios ritmos de influencia africana, los cuales son indispensables en las ceremonias religiosas rurales. Entre estos se encuentran: 1) los palos, los congos y la sarandunga, tambores de las organizaciones fraternales religiosas afrodominicanas; 2) las salves, composiciones folclóricas religiosas realizadas tanto a capela como con acompañamiento de tambores en todo el país; 3) una procesión de celebración llamada gagá, fuertemente influenciada por el rará haitiano, acompañada con cuernos de bambú de una sola nota llamados fututos, que se lleva a cabo durante la Semana Santa; y 4) el repertorio guloya, influenciado por los inmigrantes del Caribe anglófono.

En ese paisaje sonoro, aunque menos frecuentes que las formas neoafricanas, resultan significativos los ritmos de influencia europea como los poemas cantados e improvisados llamados chuines y tonadas. En medio de la influencia africana y europea existe un gran repertorio de músicas seculares sincréticas como el merengue y la mangulina. Considerado un símbolo nacional desde mediados de siglo, el merengue jugó un papel significativo en el desarrollo de la identidad racial y nacional en la República Dominicana (Austerlitz, 1997). Su crecimiento eclipsó a otras formas de danza seculares hasta el surgimiento de la bachata a finales del siglo XX, que finalmente superó la popularidad del merengue. A principios del siglo XXI, la bachata y el merengue estaban atrincherados como las formas predominantes de la música popular autóctona, mientras que diversas formas rurales, especialmente los palos y las salves, siguen siendo populares en contextos religiosos.

Como los palos, la danza y el canto son las expresiones folclóricas más difundidas en la República Dominicana, el eminente folclorista Fradique Lizardo sugirió que los palos deben sustituir al merengue como símbolo nacional (en Ysalguez, 1975: 51). Dicha forma musical está estrechamente asociada a las comunidades afrodominicanas y su organización religiosa, que data de los primeros tiempos de la colonia. Reconocidas como las instituciones de mayor influencia africana de la República Dominicana, las hermandades religiosas afrodominicanas, o cofradías, tienen sus antecedentes en España, donde, ya en el siglo XIV, los africanos fundaron sus propias sociedades de ayuda mutua bajo la égida de la Iglesia católica. Los primeros documentos que hacen referencia a las cofradías negras de Santo Domingo, probablemente asociadas a determinados grupos étnicos de África («tribus» o «naciones»), datan del siglo XVI (Davis, 1976: 78-82). Con el tiempo, las cofradías afrodominicanas perdieron muchas de sus asociaciones con determinadas etnias africanas, pero los lazos con las culturas africanas específicas –discernibles a través del trabajo antropológico comparativo que se ha realizado– se mantuvieron.

Las primeras olas de esclavos africanos que llegaron a la Española, documentadas según los datos que se refieren a las cofradías, estaban fuertemente representadas por los pueblos senegambianos, entre los que eran frecuentes las rebeliones de esclavos, un hecho que probablemente influyó para que los colonos prefirieran la costa de Guinea, en África Occidental, y las regiones del Congo, en África Central, como fuente de esclavos a partir del siglo XVII. Con el paso del tiempo, la inmigración de esclavos del Congo se convirtió en la norma, y fuertes influencias de África Central –por ejemplo, las referencias a la deidad Congo Kalunga (asociada con la muerte, el mar y la «liminalidad») en canciones– llegaron a caracterizar la música de palos. Los tambores de los palos muestran una gran variación regional en su construcción: los que tienen influencias de la costa de Guinea, que utilizan pinzas para sujetar las pieles, se encuentran sobre todo en el Este, mientras que los palos congoleños, que carecen de las clavijas de madera, son más comunes en el país (Davis, 1976: 82-87). Curiosamente, Haití tiene más influencia del África Occidental que la República Dominicana, posiblemente debido a las conexiones francesas con esa región, y puede que también porque el comercio esclavista terminó en Haití a finales del siglo XVIII, mientras que en la República Dominicana continuó hasta el siglo XIX, cuando hubo una mayor afluencia de esclavos de África Central hacia América (Davis, 1976: 197). A diferencia de cierta música afrocubana, que se canta íntegramente en lengua yoruba, el repertorio de los palos se canta en español, pero al igual que gran parte de la música ritual de Haití, incorpora términos africanos que se refieren, por ejemplo, a «Kalunga» (así como muchos otros conceptos), aunque el significado de estas palabras africanas sea desconocido para los practicantes (Davis, 1976: 287). Por otra parte, aunque la sarandunga y los repertorios congo de Baní y Villa Mella, respectivamente, no son palos en el sentido estricto, pueden ser considerados parte de un «conjunto de palos» más amplio debido a su asociación con las cofradías.

La prevalencia y persistencia de tales tradiciones de origen africano componen una contranarrativa musicalmente articulada en la negritud dentro de un país cuyo discurso público es en gran parte eurocéntrico. De 1930 a 1961, la República Dominicana fue gobernada por el dictador Rafael L. Trujillo, quien encarnaba las contradicciones de su tierra. Aunque perseguía a los haitianos, ordenó masacrar a miles que vivían en la República Dominicana, Trujillo era en parte de ascendencia haitiana. Y aunque criminaliza el vudú, él mismo era conocido por su participación en prácticas mágico-religiosas de influencia africana. Por otra parte, Trujillo eligió el merengue como danza nacional debido, en gran medida, a sus elementos europeos, pero el merengue en sí es una forma sincrética con muchos elementos de origen africano (Austerlitz, 1997). El siguiente merengue, presentado en un programa de radio en 1952, expresa a la vez la negación y la ubicuidad de la influencia africana en la religión en la República Dominicana. La canción se pregunta por el paradero de los misterios Candelino, Buquí y Belié Belkan. Al principio, la respuesta es «pacone» que significa «no sé» en creole haitiano. Pero los misterios pronto indican su llegada al decir «bonswa» («bon soir», «buenas tardes»):

Pacone
¿Dónde está Candelino?
Pa cone, mamá.
¿Dónde está Buquí el gamberro?
Pa cone, mamá.
¿Dónde está que no lo veo?
Pa cone, mamá.
¿Dónde está Belié Belkan?
Pa cone, mamá.
¡Bonswa, bonswa!

De hecho, mientras que un gran porcentaje de los dominicanos cree en los misterios, las personas generalmente se abstienen de hablar sobre ello, especialmente en público. Es el caso de mi amigo, el gran saxofonista dominicano Crispín Fernández, quien me dijo una vez que, si bien está omnipresente, la religiosidad afrodominicana es una «cultura de silencio» que rara vez se discute.

En 1961, con la apertura internacional que siguió a la muerte de Trujillo y con el hálito revolucionario que se respiraba, surgieron nuevas corrientes humanistas y de pensamiento científico-social. Esto llevó a la reconsideración de las nociones convencionales sobre la identidad nacional y racial. Mientras que el eurocentrismo de Trujillo impidió el desarrollo de la negritud dominicana durante su régimen, a su muerte se abrió el camino para una constante, aunque lenta, tendencia hacia una mayor valorización de lo afrodominicano. Encabezada por el folclorista Fradique Lizardo, la primera producción de música y de danza afrodominicana tuvo lugar en 1963 durante el gobierno de Juan Bosch. En los años siguientes, el Estado creó y promovió grupos de danza folklórica. Lizardo jugó un papel fundamental: puso a un lado la hispanofilia, resaltó las influencias africanas en la cultura dominicana y afirmó que el merengue como símbolo nacional fue impuesto por Trujillo, llegando a declarar que «decir que el merengue es el baile nacional de la República Dominicana es falso» [en Ysalguez 1975: 51]. También sugirió que se adoptaran los palos como la música nacional, dado que este género se toca prácticamente en todas las regiones del país [en Ysálguez 1975: 51; Lizardo, 1988].

El movimiento de la nueva canción, que se originó en Chile en la década de 1960 y se extendió por toda América Latina, utiliza músicas locales en la lucha contra los regímenes autoritarios de derecha, la desigualdad económica y el imperialismo norteamericano. Una camarilla de jóvenes artistas e intelectuales, conocidos en ocasiones como «la generación alternativa», creó un estilo «dominicano» para dicho género. Encabezaba este movimiento un grupo llamado Convite, integrado por el sociólogo Dagoberto Tejeda y el guitarrista y compositor Luis Días. Convite, que era como se conocían los grupos comunitarios domínico-haitianos, fue un esfuerzo de colaboración dedicado a servir a la comunidad. Además de ser un conjunto musical, Convite investigó, educó e hizo política: los miembros del grupo hicieron trabajo de campo e impartieron talleres para promover su agenda músico-política [Salazar, 1978]. Como Lizardo, los miembros de Convite estaban especialmente interesados en la música afrodominicana, que consideraban expresión de la cultura genuina del país. Mientras abogaba por la preservación de la autenticidad rural, Convite también utilizó formas y ritmos afrodominicanos como forraje para sus propias composiciones. Grupos como Los Guerreros del Fuego y Asa-Difé, dirigidos por José Duluc y Tony Vicioso, han continuado trabajando esta línea desde la década de 1980. Y en 1990, merengueros populares como Kinito Méndez produjeron merengues exitosos utilizando tambores de palos.

Por lo tanto, la maleabilidad del merengue superó sus asociaciones trujillistas e hispanófilas del pasado; como dijo Luis Días, su estilo sonoro muchas veces hace que sea «la más completa» de todas las músicas dominicanas. Tal vez el aspecto más llamativo de la cultura musical dominicana en su conjunto es el grado en que las músicas trasnacionales urbanas coexisten con músicas rurales de transmisión oral creadas por las poblaciones locales. Hay que tener en cuenta que un gran número de dominicanos todavía reside en el campo. La «extraordinaria religiosidad» que el historiador Frank Moya Pons observó en La cultura dominicana del siglo XIX [1988: 215] todavía, más de un siglo después, se manifiesta en los rituales de origen africano, en los que la música juega un papel central. Una vez presencié un conmovedor ejemplo de la coexistencia de la música trasnacional y la local en una ceremonia rural afrodominicana celebrada en honor de un santo. A mi izquierda había una ermita donde se tocaban tambores sagrados, mientras que a mi derecha un grupo de jóvenes socializaba en torno a un vehículo cuyo radio emitía los últimos éxitos del merengue pop.

Algunas músicas rurales dominicanas se tocan solo en lugares específicos; por ejemplo, la sarandunga se conoce solo en Baní y las zonas periféricas. Otros géneros están ampliamente difundidos, pero muestran una variación estilística extraordinaria según la región: mientras que los dominicanos en la mayoría de las regiones de la República tocan palos, las melodías de este género, sus ritmos y pasos de baile pueden variar enormemente de una región a otra [Davis, 1976]. Del mismo modo, existen diversas variantes de merengue que se diferencian estilísticamente. Aparte del merengue cibaeño, que es el más común, está el merengue «palo echao» o pri-pri, en el sur y el este. Si bien la mayoría de los merengues regionales rara vez se tocan hoy, persiste una cultura fundamental del pri-pri. Para este género se utiliza una cantante, el tambor balsié de un solo encabezado, la güira y el acordeón de una fila (en lugar del modelo de dos filas, que suele ser más popular). Su ritmo 12/8 es marcadamente diferente del 4/4 del merengue cibaeño. Mientras que la coreografía del pri-pri difiere de la del merengue cibaeño, ambas variantes incluyen bailes de pareja independientes realizados en el salón de baile. Muchos residentes de Villa Mella son ávidos bailarines de pri-pri, y se realizan ceremonias denominadas «pri-pris» para bailarlo. A menudo el pri-pri funciona como un componente secular de rituales religiosos y figura de manera prominente en el festival anual de una sociedad de ayuda mutua de Villa Mella llamada Cofradía de los Congos del Espíritu Santo. Una vez asistí a uno de estos rituales durante un funeral que incluía una presentación de pri-pri. Un músico me informó que se tocaría esta música debido a que la mujer fallecida había sido una entusiasta bailarina de pri-pri: «Ella bailaba pri-pri sin parar por una semana». El espíritu de la mujer fallecida tomó el cuerpo de una mujer, que procedió a bailar pri-pri durante varias horas. Si bien en este tipo de eventos solo los miembros de la familia se montan generalmente, los músicos me informaron que esta mujer era una amiga muy cercana de la difunta, como una hermana.

Pensando en el refrán que dice que nadie es profeta en su tierra, varios jóvenes músicos dominicanos se trasladaron a Nueva York a principios de 1990, esperanzados de que sus incursiones en la diáspora abrirían puertas en casa. Además de tocar, las bandas con sede en Nueva York, como Asadifé, liderada por el guitarrista Toni Vicioso, y La 21 División, dirigida por Bony Raposo, llevaron a cabo talleres en las escuelas, educando a los jóvenes en la cultura afrodominicana. Vicioso fue tan lejos como para afirmar que, si bien las primeras generaciones de folcloristas estaban encaminadas a «rescatar» las tradiciones rurales de la extinción, él cree que la cultura rural afrodominicana rescata a lo urbano, «que somos nosotros mismos los que estamos siendo rescatados, que todo el que se involucra con [esta música afrodominicana]... está siendo rescatado, porque están conociendo sobre sí mismos y sobre su cultura... es una cuestión de... humildad. No debemos pensar que somos los rescatistas, somos solo estudiantes».

Como en los días de Convite, la investigación de campo fue central en la obra de la nueva ola de músicos dominicanos. María Terrero, una estrecha colaboradora musical de Boni Raposo, afirma: «Boni siempre estuvo en contacto con el campo. Durante los años que vivió en los EE. UU., viajaba frecuentemente [a la República Dominicana] y pasó un tiempo realizando investigaciones, así como viviendo en las comunidades rurales. Para Boni, la música rural representaba la médula del trabajo como artista fuera de la República Dominicana, y más que nada, de su crecimiento personal y espiritual» [Terrero, 2007].

El director de orquesta José Duluc se distingue por su profundo conocimiento del gagá, así como de otras músicas rurales, tales como palos y salves, adquirido a través de años de investigación de campo que lo llevó a vivir en distintas zonas rurales durante largos períodos de tiempo.

A la vanguardia de ese movimiento de fusionar la música tradicional rural con corrientes urbanas, estaba Luis Días. Gran parte de la atención del movimiento afrodominicano, como algunos lo llamaron, se centró en el repertorio gagá. Roldán Mármol hizo aportes a la popularización del gagá en los centros urbanos. Aunque comenzó entre los bohemios «subterráneos», esta tendencia también incluyó segmentos de la clase obrera, así como los aficionados al rock dentro de la burguesía. Directores de orquesta de merengue como Amarfis y Tulile, influenciados por el uso que les dio Kinito Méndez a los tambores de palos, incorporaron el gagá a su propio estilo. Al mismo tiempo, bandas de rock como Batey Cero y Son Abril pavimentaron nuevos caminos, no solo en la fusión de palos y gagá con el rock y el reggae, también influyen en el cambio de actitudes acerca de la cultura afrodominicana no solo entre los intelectuales y artistas, sino también entre la juventud de clase media en general (Tallaj, de próxima publicación).

Aunque el discurso público a menudo ignora las tradiciones afrodominicanas, que florecen en espacios privados, y rara vez son objeto de discurso verbal, sus secretos se expresan a través del lenguaje de la música. No es casualidad que el primer capítulo de Piel negra, máscara blanca de Frantz Fanon se centre en el lenguaje: después de todo, el lenguaje tanto del Caribe anglófono como del latino pertenece a las potencias coloniales. La música dominicana, sin embargo, trasciende los idiomas europeos, utilizando los canales no verbales para comunicar una contranarrativa de la negritud. A pesar del eurocentrismo del discurso público, las fuertes influencias africanas en la música popular de la República Dominicana hablan su propia lengua y dicen verdades ocultas por «máscaras blancas.»

Paul Austerlitz es etnomusicólogo, saxofonista y especialista en música dominicana. Autor de los libros Jazz Consciousness (2005), que ganó el premio Alan P. Merriam de la Sociedad de Etnomusicología, y Merengue: Dominican Music and Dominican Identity (1997). Profesor de Etnomusicología y Estudios Africanistas en Gettysburg College, en Estados Unidos, y miembro correspondiente de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Ha impartido clases bajo una beca Fulbright en la Universidad Autónoma de Santo Domingo y el Conservatorio Nacional de Música de la República Dominicana. Entre su discografía, sobresalen dos discos, Journey (2006) y A Bass Clarinet in Santo Domingo (1997), donde mezcla el jazz con ritmos dominicanos.

 

 
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